miércoles 06 de noviembre de 2013, 12:31h
Dice un viejo proverbio chino "nunca sacarás de la olla
nada mejor de lo que pusiste en ella".
La ley de Medios es una mala ley. Por lo tanto, no se le
puede pedir a la justicia que convierta una mala ley en buena. De allí que,
como sugería en una nota periodística a principios de este año, la solución al
problema generado por la ley, la tiene la política y no la justicia.
Sin embargo, una cosa es no tener la solución y otra, muy
distinta, es agravar el problema, cosa que hicieron, a mi modesto entender, la
mayoría de los jueces de la Corte.
Primero la ley.
Una ley de medios debía legislar sobre tres aspectos
complementarios: los derechos de los ciudadanos y la pluralidad de voces en una
democracia. Los derechos de los actuales titulares de medios de comunicación,
en la medida que una nueva ley los alterara, siempre en el marco de defensa de
la competencia y, finalmente, los derechos de los consumidores, en tanto, al
final del día, los medios de comunicación son "productos" en un
mercado.
La ley es mala en los tres aspectos.
En el primero, porque no fue diseñada para garantizar la
pluralidad de voces, y la libertad de expresión, si no para reducir el poder de
difusión de una sola voz.
Por lo tanto, la ley se encarga de establecer el número y el
alcance territorial de los medios que componen un grupo económico.
Esto, no necesariamente se vincula con la libertad de
expresión y la pluralidad de voces.
Para garantizar esto último las sociedades contemporáneas,
en países altamente estatistas, como el nuestro, utilizan la red de medios
públicos.
En otras palabras, la pluralidad de voces y expresiones se
garantiza, mediante el uso democrático de los medios estatales, administrados
de manera de no convertirlos en medios "gubernamentales".
En el caso argentino, el gobierno, además de crear un grupo
para oficial de medios, con amigos y con nuestros impuestos, también se ha
encargado de desplegar un moderno sistema de televisión digital abierta (TDA)
que ya abarca, territorialmente, al 85% de la población del país.
Por lo tanto, bastaba con asegurar que, a través de la radio
y la televisión públicas y la red pública de TDA, circularan contenidos
"plurales" determinados por un manejo multipartidario y técnico de
dichos medios y que los aparatos de televisión que se fabrican y comercializan
en el país estuvieran equipados para captar las emisiones con tecnología
digital terrestre, para cumplir con la necesidad de multiplicidad de voces y
contenidos, en una democracia representativa como la nuestra.
En lugar de ello, se decidió legislar sobre el tamaño y
contenidos de los medios privados, porque, como mencionara, la preocupación no
era la pluralidad de contenidos, si no limitar los contenidos de un grupo en
particular y, eventualmente, de cualquier otro grupo considerado
"opositor" o "independiente".
En segundo lugar, están los derechos de los actuales
licenciatarios de canales de radio y televisión que utilizan el limitado
espectro radioeléctrico.
En ese sentido, y dado que dicho espectro ya ha quedado y
quedará todavía más en los próximos años, superado en su tamaño, por las nuevas
tecnologías digitales, no era necesario afectar, ahora, los derechos adquiridos
a través de dichas licencias. En todo caso, bastaba con establecer limitaciones
"hacia delante", cuando venzan las licencias vigentes y, estudiar
caso por caso, en un tribunal de defensa de la competencia bien constituido,
las acciones que algún grupo pudiera estar haciendo en perjuicio de otros.
De todas maneras, las
limitaciones de espectro se convertirán en abstractas una vez que las nuevas
tecnologías digitales amplíen sustancialmente los canales de transmisión
disponibles.
Pero, lo más preocupante de este aspecto de la ley, es que
no sólo obliga a vender las licencias vigentes (cuestión que podría entrar
dentro de la discusión del eventual "interés general"), si no que,
además, obliga a transferir los bienes utilizados por los titulares de las
licencias, como si estos fueran parte y específicas de las mismas.
Permítanme ilustrar con un ejemplo. Una cosa es que me
expropien una casa, afectando mi derecho de propiedad, en nombre del interés
general, porque por allí pasará una autopista y otra, muy distinta, es que me
obliguen, simultáneamente, a vender los muebles que tengo en esa casa.
Todo "comprador" de una licencia de radio o
televisión, puede construir sus propios estudios, e instalar su propia
tecnología, que está disponible en el mercado y no es exclusiva, ni secreta.
Insisto, una cosa es desconocer los derechos adquiridos con
licencias que están aún vigentes, y algunas de ellas otorgadas no hace mucho y
otra, muy distinta, es ampliar el rechazo de los derechos de propiedad a los
bienes que poseen las empresas para cumplir con los servicios surgidos de
dichas licencias.
Por último, respecto de la ley, están los ignorados derechos
de los consumidores.
La ley de medios, no debió legislar en temas de
"continentes" que no usan espectro radioeléctrico, (La televisión por
cable, por ejemplo) y que son un negocio merecedor del tratamiento de la
legislación general.
En todo caso, quizás tenga sentido obligar a los
"cableros" a no discriminar, y ser "transportadores
universales" de contenidos de distintas fuentes y dado que, por ahora, la
cantidad de canales que puede "transportar" un cable está limitada
(aunque cada vez menos, dadas las nuevas tecnologías) si tenía sentido reducir
la cantidad de canales de contenido de propiedad de una empresa de cable.
Aunque, insisto, estos temas se suavizan, dándole acceso a
la TDA, a los canales independientes.
Pese a no ser de incumbencia de una ley de medios, si lo que
se quería era reducir el supuesto poder monopólico de Cablevisión, en lugar de
pretender su desmembramiento, que termina perjudicando gravemente a los
consumidores, (olvidados a lo largo de toda la ley), lo que habría que haber
hecho era permitir la introducción de más competencia en el sector, habilitando
a las empresas telefónicas y distribuidoras de electricidad (ya hay tecnología
disponible para ello), a brindar servicios de televisión, y permitir a las empresas
de cable, brindar servicios de telefonía.
Es decir, que todos los que tienen una red instalada o a
instalar y que llegan con un "cable" a un hogar, pudieran ofrecer
todos los servicios en competencia, para favorecer a los consumidores.
Esto sobre la mala ley.
Un breve comentario, ahora, respecto del pésimo fallo.
La Corte no puede reformar la ley, eso está claro.
Por eso, sólo sugiere que la ley es mala porque su organismo
de aplicación, y el manejo de los medios públicos y la publicidad estatal,
discrimina en contra de lo que la propia ley establece, y "exhorta" a
modificar esto o, implícitamente, a sancionar una nueva ley.
Pero acepta que las licencias (y los bienes atados a ellas)
no son derechos adquiridos, o que están sujetos a nuevos juicios por
expropiación, indemnización, etc. generando un pésimo precedente, para otro
tipo de licencias, como una concesión petrolera o la construcción de una
autopista. (Hasta ahora, sólo anulables por incumplimientos de contrato y con
procedimientos claros y previos, y no por una ley posterior).
El fallo de la mayoría, al no pronunciarse claramente sobre
estos puntos, incrementa innecesariamente la litigiosidad. (Como reconoció el
propio Presidente de la Corte Suprema). Y tampoco se expide sobre lo improcedente
de legislar sobre la propiedad de una empresa de televisión por cable, un
negocio que no es de contenidos y, como se dijo, sólo sujeto al marco general
de defensa de la competencia y el consumidor.
En síntesis, la política tendrá, en los próximos meses, la
obligación de transformar una ley mala y obsoleta en una ley de medios para el
siglo XXI.
La Corte, por su parte, tiene la responsabilidad de
corregir, lamentablemente con nuevos fallos, los serios ataques a los derechos
de propiedad y de los ciudadanos consumidores, que surgen del fallo actual y
que perjudican no sólo cuestiones vinculadas con los medios de comunicación, si
no con la inversión y el consumo en general, incrementando aún más, el riesgo
de hacer negocios en la Argentina.