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Aquel último verano en mi aldea de Tines

Aquel último verano en mi aldea de Tines

Por Manuel Suárez Suárez
viernes 18 de julio de 2025, 15:53h
Aquel último verano en mi aldea de Tines
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En mi último verano en mi aldea natal (Santa Baia de Tines, Vimianzo) y antes de embarcar para Montevideo estaba muy contento ya que enseguida embarcaría para encontrarme con mi padre en la orilla sur del Atlántico. Aquel nombre que yo pronunciaba “Montemineo” me hacía sonreír ya que iba, según me decía mi madre, a un lugar lleno de alegría y con mucho sol y poco frío en el invierno. Con cinco años nada sabía de geografía y menos aún de la emigración. Lo que deseaba era estar junto a mi padre. Antes de marchar, me hizo dos lindos juguetes (triciclo y escopeta) que siempre me acompañaban ya que Xesús do Rei (Jesús Suárez García) además de ser un buen herrero era muy cariñoso conmigo.

Mi madre recuerda que el 21 de julio de 1958 no hacía mucho calor y por eso es llevaba un jersey de manga larga que dicen fue lo que me salvó la vida. Quizás sea así pero creo que me salvé por mi firme insistencia en cruzar el mar para recibir las caricias de mi padre. Cuando pienso en aquella tarde de verano siento que soy el protagonista de una película en la que un niño salva su vida porque quiere ir a Montevideo. Lo cierto es que las mordeduras de una hambrienta y desesperada loba no pudieron frenar mi deseo ya que mi padre me esperaba en la capital de la República Oriental del Uruguay.

Ahora vamos al lugar en el que estaba a jugar con mi amigo Alberto (un poco mayor que mi) en una encrucijada de estrechos senderos al lado de una finca en la que trabajaban mis tíos Manuel y Encarnación. Allí había un espacio muy agradable con piedra en el suelo y un poco de fina arena en los costados que era muy útil para jugar. De repente mi amigo sale corriendo y gritando: ¡Manoliño, que vén o lobo! Aunque fui detrás de él, no pude llegar al pasaje de la finca que limitaba con la que era propiedad de mis abuelos maternos y en la que estaban mis tíos. Tengo perfectamente grabado en la memoria y ya pasaron 67 años, el color y la forma y la colocación de la última piedra que tenía que pisar para superar el rebaje que se había hecho en el muro de piedras como delimitación de los terrenos. Era una piedra oscura, con mucho brillo y colocada verticalmente para el apoyo del pie. Esta es la última imagen que tengo ya que no volví a abrir los ojos hasta las nueve de la noche en el Sanatorio Baltar de Santiago de Compostela.

Lo cierto es que no vi a la loba (los que saben dicen que no era un lobo) ya que después de morderme, me arrastró hasta un sitio escondido en el que había un desnivel en el suelo pedregoso. Lo único que hice cuando empezó a morderme y a sacudirme con sus fuertes garras, supongo que instintivamente, fue cerrar los ojos y tapar fuerte la cara con las manos. Creo que el viejo dicho de “ojos que no ven” no funcionó en mi caso pues sentí un intenso dolor por las muchas mordidas y también por las garras que hacían de mi un indefenso muñeco. Supongo que los gritos de mis tíos ahuyentaron a la loba pero cuando me encontraron ya había perdido el sentido. Mi tío (que además era mi padrino) corrió conmigo en sus brazos hasta la aldea en la que estaba mi madre (dice que quise mover los labios al escucharla) y luego a caballo hasta la consulta de don Braulio que era el médico de la familia. El muy experimentado doctor que atendía en el lugar de A Piroga (Vimianzo) a un paso de Baio (Zas) dijo que debían de llevarme con la mayor urgencia a Santiago de Compostela para una transfusión de sangre.

Así fue que el señor Mira, propietario de un coche de alquiler, encaminó con rumbo a Santiago por una destrozada carretera para tratar de llegar a tiempo de salvarle la vida a el niño de Tines. Hubo que hacer una parada forzosa, un poco antes de el puente Faílde, por causa de un pinchazo. En 1969 visité al señor Mira y me contó que le temblaban las manos cuando tuvo que cambiar la rueda y que le pareció tardar mucho por los nervios. Alrededor de las siete de la tarde entraba en el Sanatorio Baltar justo cuando el doctor Ramón Baltar salía para atender una urgencia. Puso su mano sobre mi frente y comentó: Este neno está moi frío, hai que facerlle unha transfusión. Sobre las nueve de la noche, desperté y recuerdo que tenía mucha sed y que cada cierto tiempo me mojaban los labios con un algodón humedecido.

Cuando me recuperé me pusieron un vendaje en la cabeza y pude salir con mi madre a visitar la catedral y a pasear por la Alameda compostelana. Allí fue donde varias personas con las que nos cruzábamos querían saber sobre lo acontecido y que fuese yo quien se lo contase. No me gustó nada rtener que oír a aquella gente insensible que metía el dedo en mis heridas. Por suerte, contaba con la protección materna que les decía a todos con firmeza que yo no quería hablar del lobo y que ya sufrí bastante y que lo mejor era tratar de olvidarlo lo más rápido posible. El mismo lamentable comportamiento se vuelve a repetir en la feria de Baio y nuevamente mi madre hace de coraza protectora de chismosos pero no puede evitar a que algunas mujeres hagan la señal de la cruz en mi cabeza y digan que fue un milagro el que me salvó. La verdad es que yo soy más de la idea de que si estoy vivo es porque había que admirar a José Artigas y a Obdulio Jacinto Varela y a gritar un gol de Peñarol y ayudar a que el Frente Amplio extienda la justicia social por la muy noble y generosa Banda Oriental.

Manuel Suárez Suárez

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