martes 02 de abril de 2013, 17:37h
La apropiación panegírica que la heteorgénea oposición
argentina hace del discurso y la gestualidad del papa Francisco es desesperada
y contradictoria. Aquellos actos y modos que suelen criticarle al kirchnerismo,
ahora son valorizados por el solo hecho de provenir de quien entienden podría
ser capaz de aglutinar un frente opositor, incluso cuando provenga de una
institución tan arcaica y cuestionada como es la Iglesia Católica.
La discusión política en Argentina, siempre tensa y en voz
alta, tiene desde hace años una particularidad: el gobierno y la fuerza
política que lo conforma no tiene como adversario principal en ese debate a
partidos o movimientos políticos opositores.
Desde los días de la puja por la renta sojera con las
patronales agrarias, y después con la Ley del Medios, los grupos corporativos
afrontaron por sí solos la representación de sus intereses. Los dirigentes
opositores asumieron un lugar subordinado, dejando que esos grupos, de acuerdo
al tema en cuestión, construyeran el discurso con que se debía responder a la
agenda gubernamental.
Los resultados en las elecciones hablan del resultado de esa
estrategia viene teniendo. Lo sorprendente es que aún con esa evaluación a flor
de piel, nada parece haber cambiado en los dirigentes y partidos políticos
opositores, que al fin y al cabo deberían expresar un conjunto heterogéneo pero
relevante de la sociedad (hace un año y medio alcanzaron el 46% de los votos,
aunque con una altísima fragmentación).
Un nuevo capítulo de esta saga de entrega de soberanía de la
representación política comenzó apenas se escuchó desde los balcones de la
Basílica de San Pedro en Roma el nombre de "Bergoglio". Una vez más, la
oposición política y mediática creyó encontrar allí el fin de sus penurias. Un
argentino que había jugado un rol opositor durante el gobierno de Néstor y de
Cristina se acababa de asegurar un lugar de poder mundial desde el cual
construir un discurso antikirchnerista. Este sueño opositor era un verdadero
acto de fe (política) que, a poco de ponerse a prueba, parece ya destinado al
fracaso.
El primer síntoma de este fracaso está en su mismo origen:
desde un tiempo a esta parte, la oposición toda (de De Narváez hasta Tumini, de
Morales Solá a Lanata) se refugió en la cómoda idea de un "relato" que nubla
las mentes ciudadanas. El único éxito que se le reconoce a la gestión
kirchnerista es haber logrado construir un discurso, una simbología, que le
permite construir una idea fantasiosa sobre la realidad. La gente, vaya a saber
por qué, compró y sigue comprando esos espejitos de colores. Ahora bien, la
nueva arma letal para enfrentar este maleficio no es el descorrimiento de ese
supuesto velo discursivo, sino la fábrica más grande de construcción simbólica
de Occidente: la Iglesia.
Desde hace semanas todos los opositores están maravillados
con los "gestos" del papa. El cambio en la Argentina -finalmente- estaría
garantizado a partir de la confrontación de un símbolo por otro. Un liderazgo
populista que reemplaza a otro liderazgo populista. La "demagogia" de
Francisco, que rompe el protocolo y salta del papamóvil para saludar a los
fieles o limpia los pies de jóvenes en un reformatorio, es ahora bendecida con
un extraño fanatismo por quienes hasta ahora se indignaban ante cualquier
actitud "pastoral" de un dirigente político.
Pero el centro del problema sigue siendo el mismo arrastra
todo el arco opositor desde el 2003. Este
discurso ahonda su crisis cada vez que renuncia a pensar la Argentina en
términos concretos, de gestión, de objetivos, de superación real de la
experiencia del kirchnerismo, para darle la enésima vuelta más de tuerca -ahora
con la supuesta venia papal- a la politológica denuncia de "autoritarismo",
"hegemonía" y "falta de instituciones". Todo lo cual termina en un pase de
comedia grotesco, cuando se advierte lo obvio: el apoyo a esas críticas sería
ahora nada menos que... ¡la Iglesia Católica! Una de las últimas monarquías
absolutas, culturalmente universalista y en una coyuntura de grave crisis
institucional, ya sea por el lado de sus cuentas bancarias como la masificación
de los delitos sexuales de muchos de sus integrantes.
Pero las malas noticias para la oposición en su intento de
ungir a Francisco como líder opositor urbi et orbi no terminan ahí. Si alguna
novedad trajo el nuevo papado es la de un discurso donde los pobres aparecen
con insistencia. El discurso social de la Iglesia, largo en el tiempo como la
Iglesia misma, pero con ribetes muy particulares en América Latina aún para un
cura contrario a la teología de la Liberación, aparece como la gran renovación
de este comienzo del gobierno romano de Bergoglio. Los opositores deberán hacer
malabares para contraponer ese acercamiento vaticano a la pobrezacon el
discurso y la práctica del kirchnerismo. Veámoslo con ejemplos concretos: ¿Se
agrandó o se achicó el margen para criticar a la AUH? ¿Es más sencillo o más
complicado, ahora, sostener un discurso reaccionario frente a los vecinos que
viven en villas miseria ¿Cómo queda la idea de "representatividad fragmentada"
ubicando por un lado a ciudadanos de las capas medias que "votan bien" y, por
el otro, en un segundo escalón de facultades electorales, a los pobres?
¿Tendrán el apoyo papal quienes en cada elección esgrimen con ligereza la baja
de imputabilidad a los menores?
Hay otro elemento del discurso opositor que probablemente
haya entrado en crisis terminal: la Argentina aislada del mundo. Desde la
óptica de cierta dirigencia, las estrechas relaciones con los vecinos del Cono
Sur no alcanzaban para demostrar que, lejos del aislamiento, la Argentina viene
atravesando una reformulación muy profunda de su histórico ombliguismo, al ser
parte del proyecto de integración regional más exitoso de la historia continental.
Pues bien, de ahora en más, la Argentina pasó a tener un
foco de luz permanente, emitido desde lo que para algunos sigue siendo el
centro del mundo. Ese foco de atención es soñado por la oposición como una
especie de organismo de control internacional de buenos modales hacia nuestro
país, cuando es más probable que ayude a potenciar un rol internacional que ya
venía en ascenso (la Argentina pasó de ser el país del default a integrar el
G20, logró una adhesión inédita a su reclamo de soberanía en Malvinas,
diversificó sus relaciones comerciales con nuevos socios en Asia y África,
etc).
Estas breves y preliminares anotaciones no sustentan la idea
-exageradísima- de que el gobierno busque apropiarse de Francisco, o
convertirlo en un "papa peronista". Sencillamente porque no necesita meterse en
semejante brete. La suerte del proyecto político que desde hace diez años
conduce a la Argentina se seguirá jugando en la capacidad de gestionar la
economía en beneficio de las mayorías y tejer las alianzas sociales y políticas
necesarias para que eso siga ocurriendo. Es la oposición quien, con notable
desesperación, aparece intentando convertir al papa en un agente de sus
intereses locales. En ese sentido, el relato que Francisco viene construyendo
promete sumir al discurso opositor en un lugar aún más confuso y contradictorio
del que ya tenía. La culpa no es el de él, claro, sino de dirigentes que siguen
esperando un salvavidas externo que les ahorre el trabajo de pensar por sí
mismos.