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Correa y un ciclo de estabilidad política

Correa y un ciclo de estabilidad política

Por Federico Vázquez
miércoles 20 de febrero de 2013, 11:02h
Con el triunfo abrumador de Rafael Correa en las elecciones del domingo pasado, Ecuador terminó de expurgar la tradición de inestabilidad política que marcó su historia durante todo el siglo XX y optó por la consolidación de un poder estable y legitimado socialmente.

La "estabilidad política" fue durante mucho tiempo una muletilla del discurso conservador en América Latina. La imposibilidad de desarrollar programas económicos consistentes en nuestros países era atribuida a aquella característica regional, signada por rupturas institucionales o bruscos cambios de gobierno que volvían las cosas a punto cero.

Pero, paradójicamente, son gobiernos de izquierda los que están logrando la ansiada estabilidad y, con ella, la posibilidad de asentar gestiones y agendas estatales de mediano plazo y un rumbo general de los países que, desde hace ya varios años, no sufren cambios abruptos en sus más altos niveles dirigenciales.

Esta década de continuidad del cambio se extiende a casi 15 años en el caso venezolano y a algo menos de diez en Bolivia o el propio Ecuador. Haciendo un avistaje general, nos encontramos con procesos políticos que transitan ya su tercer mandato presidencial sin que aparezca en el horizonte síntomas de abandono por parte de los votantes. Al contrario. Las tres últimas elecciones (Argentina, Venezuela y Ecuador) mostraron una votación plebiscitaria en favor de sus actuales gobernantes.

Esta sorprendente continuidad para los parámetros sudamericanos, lo es aún más si tenemos en cuenta que se da en forma simultánea en todos los países de la región, con la excepción de Paraguay, donde un golpe institucional orquestado por el sistema de partidos tradicional cortó la experiencia renovadora, aunque extremadamente débil en sus cimientos, de Fernando Lugo.

Todo lo dicho anteriormente se vuelve aún más cierto para el proceso ecuatoriano. Cuando el domingo pasado se conocieron los resultados electorales que le dieron un triunfo abrumador a Rafael Correa sobre las candidaturas opositoras -en lo concreto, casi testimoniales- el país andino terminó de expurgar una tradición de inestabilidad política que lo volvió un caso excepcional, aún en un marco continental donde el rumbo errante estuvo lejos de ser una rareza.

La biografía del país de las bananas (y ahora el petróleo) es elocuente. Durante el siglo XX Ecuador tuvo 54 presidentes (entre constitucionales y surgidos de golpes militares), es decir, más de uno cada dos años. Desde 1996, después que Sixto Durán Ballén terminara su presidencia y un agresivo primer plan de reformas neoliberales, ninguno de los siguientes siete mandatarios logró terminar su gobierno, hasta la llegada de Correa en el 2007.

Es el caso de Abdalá Bucaram, quien hizo campaña bajo el slogan "la fuerza de los pobres", pero armó un gabinete de banqueros y empresarios. A diez días de asumir declaraba a los ecuatorianos que "tienen que irse acostumbrando a Cavallo y a algunos otros Cavallos que vengan por acá", cuando el exministro de Economía argentino era un hombre respetado here, there and everywhere.

Después de la destitución por "insania mental" que el Congreso le regalara a Bucaram (a seis meses de asumir...) la inestabilidad gubernamental ya no vendría sólo del interior de la clase política, sino que tendría su explicación en el hartazgo social, con participación castrense incluida. Ese fue el caso de Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez, breves presidentes aquejados por el mismo mal: promesas de redención social durante la campaña y rápidos gestos de acomodo con el establishmet ni bien se colocaban la banda presidencial. Asomaban como protagonistas los movimientos indígenas, sectores de las fuerzas armadas y las clases medias urbanas. A partir del año 2000 el análisis político promedio sobre Ecuador incluía por default  las frases de "país ingobernable" y "estado fallido".

Sobre este escenario hace su aparición Rafael Correa. Un joven brillante con un destino asegurado en la gerencia de un país modesto. Y, al mismo tiempo, un solo. Ingresó a la función pública como asesor económico del vice presidente de Lucio Guitiérrez, Alfredo Palacio. A poco de asumir el "Coronel Lucio" mostró su inclinación por los acuerdos con las viejas cúpulas políticas (por ejemplo, designó a una Corte Suprema que anuló los juicios que tenía el ex presidente Bucaram) y la zanahoria de todos los gobiernos ecuatorianos de la época: un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos. En ese marco, Palacio y su joven asesor comenzaron a manifestar sus diferencias con el gobierno y terminaron apoyando una serie de manifestaciones urbanas muy similares a las del 2001 argentino, conocidas como la "rebelión de los forajidos".

El final de esa revuelta sería el final del gobierno de Guitiérrez y la asunción de su vice y con él la llegada de Correa al ministerio de Economía. Pocos meses después Correa ya se encontraba en campaña para las elecciones generales de 2006, las que lo terminarían llevando a la presidencia a comienzos de 2007.

¿Por qué aquí comienza un ciclo distinto, signado no ya por la crisis política recurrente, sino por la estabilidad y la legitimidad social? Una explicación posible es el factor sorpresa: al igual que en el caso argentino con Néstor Kirchner, pocos esperaban que este personaje que ya trajinaba los salones oficiales y había estudiado en el extranjero se saliera del libreto y propusiera una refundación profunda del país.

Ese factor sorpresa agarró desguarecida a una elite agotada de recetas, que durante algún tiempo esperó que Correa asuma de una vez el rumbo que se esperaba de un presidente ecuatoriano (ganar con un discurso popular y gobernar para los mismos de siempre) hasta que la reforma constitucional de 2008 terminó de confirmar que, esta vez, el cambio era en serio.

Pero si la sorpresa es un atributo importante de la política, la consolidación de un poder estable y el control de los principales resortes institucionales es vital para prolongar ese poder en el tiempo. Correa fue durante mucho tiempo un líder solitario, que a diferencia de sus antecesores optó por sostenerse en la aprobación social mayoritaria antes que en el beneplácito de grupos minoritarios pero muy influyentes. Sin embargo, pagó el costo de no contar con una estructura política propia, lo que se tradujo en acuerdos parlamentarios siempre frágiles y, por lo tanto, grandes dificultades para aprobar leyes emblemáticas, como una ley de medios que desde 2011 está aún hoy trabada en la Asamblea Nacional.

Todo esto explica, quizá, que las primeras declaraciones de Correa luego de sacar más del 56% de los votos pusieran el foco en la consolidación de la fuerza propia: "Hemos aumentado casi 10 puntos con respecto a la elección presidencial del 2009, con la consolidación de Alianza País, ahora sí tenemos un movimiento político organizado con capacidad de movilización."

Resumiendo, la victoria de Correa puede entenderse como parte de un ciclo excepcional para la historia ecuatoriana, signado por la estabilidad política y la fortaleza de un liderazgo personal. Algo que el país andino no había vivido en ningún momento del siglo pasado. Al mismo tiempo, la preocupación central de ese liderazgo, lejos de las recetas de marketing político, parece ser consolidar una estructura legislativa y una organización política propia que convierta en poder efectivo el apoyo social mayoritario depositado el domingo pasado en las urnas.

Si a eso se le suma un crecimiento económico sostenido, bajas continuas de los índices de la pobreza y el desempleo y la implementación de programas sociales universales, lo que queda como gran interrogante hacia el futuro inmediato es cómo harán los sectores opositores para, en el marco de la democracia, construir una alternativa viable que no sea entendida como un retroceso por la mayoría.

Por ahora, y no sólo en Ecuador, la única respuesta visible a ese interrogante pasa por construir mediáticamente la idea de un gobierno "autoritario" y "hegemónico". Lo que combinado con elecciones democráticas donde el segundo en la competencia queda a 40 puntos de distancia, aparece como un relato complejo, casi autista. El peligro es que en vez de asumir como propios los logros evidentes que este ciclo de estabilidad trajo a toda la región, estos sectores terminen asumiendo como tarea central cuestionar la legitimidad democrática de los actuales gobiernos.
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