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El Tam-Tam de la abundancia

El Tam-Tam de la abundancia

Por Alberto Dearriba
sábado 02 de junio de 2012, 20:30h
En su libro "El 18 Brumario de Luis Bonaparte", Marx acuerda con Hegel en que "la historia se repite", pero agrega que "una vez como tragedia y otra como farsa".

Eso parece ocurrir con los cacerolazos. Los remedos grotescos de la última semana registrados en los barrios porteños más acomodados, poco tienen que ver con los del 2001, cuando el país estallaba en una crisis económica e institucional que se llevó puesto al gobierno de Fernando de la Rúa.

La composición social de estos caceroleros se pareció mucho más, obviamente, a las de la algarada campera de 2008.

Las cacerolas vacías del 2001 significaban la escasez de alimentos generada por el estallido del modelo neoliberal que había llevado la desocupación a las nubes, pero la actual escasez de dólares poco tiene que ver con el puchero que todavía se paga en pesos argentinos. Aunque los instrumentos sean los mismos, la música es muy distinta.

Quienes claman por la sagrada libertad para comprar billetes de la moneda norteamericana, utilizan las cacerolas por su poder sonoro, pero no porque no puedan llenarlas con los alimentos que desean.

Sería más congruente que agitaran billeteras sin dólares, pero es obvio que la protesta sería entonces inaudible. Sobre todo con tan escasos manifestantes, que ni siquiera el barullo mediático consiguió aumentar.

Mientras sonaba el tam-tam de la abundancia en los barrios del norte porteño, en los del sur reinaba el silencio. Allí la obsesión no es poder comprar dólares para especular, sino seguir cubriendo las necesidades mínimas y sostener el empleo frente a los malos augurios mundiales.

Sólo en esos hogares tiene vigencia aquella pregunta provocadora de Juan Domingo Perón: "¿Quién vió un dólar alguna vez?".

En cambio, la clase media acomodada mantiene su añeja obsesión por la moneda estadounidense. Se calcula que tres millones de personas accedieron a la moneda norteamericana el año pasado:el 12 por ciento de la población.

La compulsión por el atesoramiento de dólares llegó al colmo en los últimos años cuando los billetes verdes no sirvieron siquiera como refugio seguro, y mucho menos como negocio.

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner recordó en Bariloche que un amigo de la familia había comprado en 2001 dólares a 4,50 porque los rumores que nunca faltan sostenían que se iría por las nubes.

Para recuperar al menos lo que invirtió, el tipo debió esperar hasta ahora. Es obvio que le hubiera convenido un plazo fijo. Al finalizar 2009, el dólar se cotizaba a 3,80 y al cerrar 2011 costaba 4,30 pesos: en dos años sólo subió un 13 por ciento, es decir un alza inferior a la inflación oficial. Pero ni siquiera la existencia de estos negocios rumbosos es capaz de quebrar la traumática desconfianza sobre la moneada nacional, a la que se le cayeron trece ceros desde 1930.

El kirchnerismo enfrenta ahora la quinta movida cambiaria, luego de haber quebrado otras cuatro. En las anteriores oportunidades la oferta del Banco Central aplacó la demanda. La decisión de entonces fue poner en juego la solidez e las reservas para parar la embestida contra el peso.

La situación ahora es distinta, y distinto el tratamiento: el gobierno congeló la demanda de divisas, junta dólares para afrontar compromisos internacionales y no pierde reservas. Para doblar la apuesta, aspira ahora a producir un quiebre cultural en una sociedad con hábito bimonetario.

En momentos en que el capitalismo mundial sufre una de las mayores crisis de su historia, los que claman por poder abalanzarse sobre las ventanillas de las casas de cambio para atesorar moneda verde, sostienen que sus libertades individuales han sido coartadas por las restricciones impuestas por el gobierno.

Poco les importa que las medidas del gobierno tiendan precisamente a proteger el trabajo y la mesa de los argentinos más vulnerables. Como hijos ejemplares de la sociedad de mercado que estimula el individualismo exacerbado, ponen sus intereses por encima del conjunto.

No son distintos a los patrones del campo bonaerense que se niegan a pagar por sus fértiles praderas lo que abona un remisero del conurbano por su vehículo. Para oponerse al revalúo inmobiliario aprobado por la Legislatura, decretaron un lock-out que también se parece a una farsa de la resistencia desestabilizadora ejercida contra la resolución 125.

Al igual que los maniáticos del dólar, los sojeros le niegan a la política el derecho de intervenir en la economía para equilibrar los tantos a favor de los más vulnerables.

Los patrones del campo ni siquiera reconocen la facultad tributaria del Estado, pese a que no dudan en reclamarle ayuda cuando los fenómenos climáticos los castigan.

Unos y otros cometen el pecado capital de la avaricia, que fue mentado por la Presidenta durante la semana que termina. Para ellos no hay otra religión que maximizar las ganancias y consideran la solidaridad social como un rasgo de estupidez
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