jueves 05 de marzo de 2015, 21:08h
Ya vivimos esto en la Argentina. Fue
durante los años de plomo, que no se limitaron -bueno es recordarlo- a los
tiempos de la dictadura.
Empezaron antes. Lo afirmó en su ejemplar fallo la Cámara Federal que
condenó a las Juntas Militares cuando, en su momento, dictó las sentencias que
hicieron recuperar a la
Argentina su dignidad ante el mundo.
Ese "antes" significó, justamente, polarizar con la muerte y
banalizar la violencia.
Comenzar con asesinatos políticos, siguiendo con asesinatos
a militares, terminando con asesinatos a civiles. A partir de allí, generaron
en la sociedad una desesperación ante la violencia que abrió el espacio para la
llegada de los ríos de sangre, desatados por la dictadura pero iniciados, no lo
olvidemos, por los sangrientos asesinatos de los grupos armados.
Mor Roig, Rucci, Larrabure, Viola y tantos otros fueron
atentados a la convivencia democrática, sin que matice en nada su contenido
criminal la opinión diversa sostenida por las víctimas. Así se comenzó una vida
de terror que nos hizo marchar al borde del abismo -y en muchos casos, cayendo
en el propio abismo- a todos los argentinos.
Los violentos rompieron con sus crímenes la trabajosa
construcción de una democracia que, a tropezones, llevaba décadas. Su
banalización del mal llegó a un nivel intolerable.
Pero comenzaron con la indiferencia ante la muerte,
convertida en una herramienta más de la política, legalizada por razonamientos
enfermizos y calenturientos que la defendían y justificaban si servía para
hacer avanzar su proyecto. Y que nos llevó hasta donde nos llevó.
Es peligroso, muy peligroso, el rumbo que está tomando el
relato oficial. No lo es sólo porque la muerte vuelve a ser un tolerado
argumento de debate, llevándonos nuevamente al borde de la posibilidad de la
convivencia, sino porque el límite entre el "decir" y el "hacer" se acerca a un
límite borroso. La muerte de Nisman es, en este sentido, un magnicidio -como lo
describió su ex esposa- que debería actuar de bisagra.
Puede ser una bisagra hacia la recuperación de la cordura.
Pero también puede ser lo contrario: una bisagra hacia la pérdida del sentido
básico de respeto a la condición humana. Las pintadas en tapiales burlándose
del fallecido, las voces oficiales desprestigiando al Fiscal asesinado, las
asqueantes declaraciones de un Senador de la Nación, las contradictorias descalificaciones de
un ex Senador y hoy Ministro del Gabinete, el ataque reiterado de la Jefa del Estado en
desmatizados pronunciamientos -en redes sociales, en discursos por la cadena
nacional y aún en su informe ante el Congreso-, los insistentes descréditos de
una investigación que lleva acumuladas miles de fojas y decenas de cuerpos
realizada con rigor y entrega como objetivo de vida por el funcionario
desaparecido, son muy peligrosos pasos hacia la inmersión en el estado de
sospecha generalizada previo al desatar de la violencia.
Algunos, ya lo hemos vivido. Desgraciadamente, otros -que
también lo vivieron pero pudieron sortear con maligna habilidad la persecución
penal de sus crímenes mediante la distorsionada reinterpretación de hechos
históricos- insisten en la vieja prédica de la violencia como método y la
muerte como herramienta de la lucha política. Como lo hicimos en las décadas de
1960 y 1970 advertimos también hoy: a contrario de la afirmación del viejo
axioma, en el campo de la política del dicho al hecho, hay poco trecho.
Seguir envenenando la mente y el razonamiento de sus
seguidores por el solo afán de justificar y esconder tras falsarias consignas
justicieras un patrón patrimonialista de grosera factura puede ser tentador
para aturdir sin razonar, pero no es propio de nadie que crea en la democracia
como sistema político. Mucho menos lo es banalizar la muerte. Y muchísimo
menos, utilizarla para polarizar instalando el miedo.
Quien no crea en la democracia ni acepte sus reglas -que no
son sólo ganar un comicio, sino respetar escrupulosamente a los que no son
gobierno, sea porque adhieren a otra forma de pensar o simplemente porque no
participan de la vida política- , no tiene cabida ni respeto en la vida
democrática. No pueden invocar la democracia. No generan respeto al poder que
detentan, que debe legitimarse en su ejercicio.
La política, lamentable o afortunadamente, presenta a los
ciudadanos opciones que deben elegir. Lo civilizado es que lo hagan votando.
Cuando perdimos esa civilización, los ciudadanos argentinos logramos
recuperarla con las gigantescas movilizaciones de 1982 y 1983. Ante la opción
de "la vida o la muerte" estuvimos todos juntos recuperando la vida, sinónimo
de la democracia. Repudiamos a la violencia insurreccional y a su respuesta
desmedida, la tenebrosa violencia estatal. Y recuperada la democracia,
decidimos votando quien gobernaría.
La elección dejó de ser "la vida o la muerte" porque triunfó
la vida con su expresión política, la democracia republicana, marco en el que
decidimos empezar a vivir. La que no es sólo votar sino también y con la misma
importancia, división de poderes, independencia de la justicia, garantía a los
derechos humanos, libertad de prensa, debido proceso, neutralidad jurídica del
Estado, igualdad ante la ley, subordinación de los funcionarios a la ley, la
ética y la verdad.
Las polarizaciones que admite la democracia son las basadas
en decisiones públicas en el marco de la Constitución. Jamás
"la vida o la muerte". Eso sería volver al horror y a los ríos de sangre.
Por eso es tan peligroso el deslizamiento del relato oficial
hacia la justificación jocosa de la muerte de Nisman. Tal vez más que de la
señora -que ya se va y no interesa tanto- de sectores del peronismo, que sufrió
la muerte en experiencia propia. Porque es dentro del marco de la democracia y
la justicia que pueden invocarse los argumentos y pruebas que acusadores y
defensores que puedan tener, unos y otros. Nunca en el campo de la política,
porque en el momento en que nos metamos en esa polarización, estaremos al borde
de perder la propia democracia.
Sabemos por experiencia lo que cuesta después salir de esa
diabólica dinámica.
Ricardo Lafferriere