Claroscuros del poder, claridad del pueblo
miércoles 07 de diciembre de 2011, 21:15h
Es
imposible esperar del ala más visceral del peronismo una actitud madura e
institucional. El país -el país peronista, y el país no peronista- conocen esta
carga genética y la aceptan, con un dejo de triste resignación. Las
declaraciones reiteradas de Kunkel y Conti con las veladas amenazas al
Vicepresidente Cobos para que éste se retire de su tradicional papel de
juramentar, como Presidente del Senado, a la fórmula presidencial electa, deben
interpretarse en esa clave.
Sin
embargo, debemos celebrar que el peronismo no sea éso, aunque lo abarque. La
decisión de la propia presidenta, marcando una clara diferencia con su nuevo
compañero de fórmula, de comenzar su nuevo mandato cumpliendo con la tradición
institucional del país debe leerse en la otra clave. Julio Cobos tomará el
juramento a Cristina Fernández y a Amado Boudou, terminándose, al menos en el
plano formal, con esta comedia de intolerancia y matonaje larvado.
El
"relato" presidencial está virando hacia
una actitud más cercana a lo que se espera de una presidenta
constitucional. En los orígenes del "tiempo K", y en ocasión de comenzar a
desempeñar su papel de cónyuge del entonces presidente Kirchner, supo decir que
no le gustaría ser conocida como la "primera dama", sino como la "primera
ciudadana". En rigor, ese papel le correspondería luego, a partir del 2007,
cuando fue elegida por sus compatriotas para desempeñar el rol de Jefa del
Estado. Y es el que le corresponde ahora, a pesar de sus veleidades más
cercanas a la decadente aristocracia europea que nadie toma en serio.
En ese
papel su desempeño ha tenido altibajos. Fue glamorosa su campaña de entonces,
tanto como sus tropiezos de primeros tiempos. La valija de Antonioni, su pelea
con el campo y la pérdida de control en sus discursos rondando el grotesco,
hicieron temer a los argentinos que vendrían años de tensión insoportable.
Su
gestión fue en muchos aspectos así, pero también debe reconocerse que, como
suele ocurrir con los Presidentes, ha ido aprendiendo con el tiempo a
desempeñar mejor su oficio. Le ocurrió a Menem y le está pasando a ella. A tal
punto es así que no puede negarse que hoy, su discurso es menos amenazante que
el de sus funcionarios más viscerales, a los que, sin embargo, suele utilizar
para llevar adelante aquellas medidas que no atravesarían ninguna prueba de
homologabilidad democrática, modernidad política o disposición a acuerdos
estratégicos.
Pero por sobre todo esto es
tranquilizador que esas deformaciones no sean ya tan comunes en sus discursos,
salvo excepciones más relacionadas con ignorancia histórica que con objetivos
de gobierno -como la de definir a Caseros, puerta de entrada a la sanción de la
Constitución Nacional, como una derrota argentina, o a declararse admiradora la
esposa de Rosas, Encarnación Ezcurra, recordada por su macabra influencia tras
bambalinas en la sanguinaria persecución
a la oposición política de la época-.
Esas
afirmaciones no dejan de ser anécdotas porque ni al ala visceral y troglodita
de su grupo político se le ocurriría ahora derogar la Constitución, o conformar
una red de persecución paraestatal al estilo de la Mazorca o de la Triple A de
José López Rega. No podría, ni lo permitiría la propia realidad de una sociedad
madura en su tolerancia, al punto de disimular con sensata indiferencia esos dislates, cuando ocurren, porque más que
apasionarse por los debates históricos de hace un siglo y medio está hoy volcada
a sobrevivir al Cristinazo tarifario, a buscar las grietas de los asfixiantes
controles económicos para poder modernizar las tecnologías de producción, a
conseguir algún kilovatio o metros cúbicos de gas adicionales para poder
matener la fábrica en producción o a mantener abierto el comercio internacional
ante las grotescas ocurrencias del Secretario de Comercio
Estos
esporádicos derrapes discursivos pueden
asustar a algunos, pero al autor se le ocurre que no tienen otra trascendencia
que dar alimento argumental a los grupos K que todavía viven en una burbuja. En
lo que importa, y a pesar de la dureza de las decisiones, parece evidente que
el núcleo del poder tiene conciencia de la gravedad de la situación a la que ha
conducido al país por su falta de análisis crítico, y está tomando las medidas
necesarias para rectificar errores.
Lo hacen en su estilo, que no es plenamente
democrático y republicano. Con sus ritmos, que carecen de la gradualidad
respetuosa hacia la población que los sufre. Pero que claramente indican una
reacción saludable ante la alegre marcha al precipicio que parecían llevar,
incólumes, antes de las elecciones.
Por
debajo, el país real marcha a pesar del gobierno. Sufre arbitrariedades, tolera
incertidumbres, recurre a su mejor imaginación para convivir con los dislates.
Pero sigue esforzándose para no perder la historia, para no desengancharse de
la revolución científico y técnica, para producir más y mejor, para no dejarse
vencer por la asfixiante persecución estatal y para cubrir con iniciativas
solidarias la inmovilidad del gobierno ante la polarización social, la
violencia cotidiana y la pobreza que resiste.
Es la
realidad argentina hoy. No está en el mejor de los mundos, pero tampoco en el
peor. Y tiene, a su favor, la portentosa capacidad de lucha y creatividad de
los argentinos. Por encima de discursos grandilocuentes -y vacíos-, es lo que
permite mantener la fe en el futuro del país.