lunes 19 de enero de 2015, 17:39h
Aunque absurda y vergonzosa, la denuncia del fiscal Alberto
Nisman no es sino una manifestación más de la brutal ofensiva que tiene por
destinataria a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y que persigue
destruir todo lo que ella representa y todo lo construido a lo largo de una
década por dos gobiernos que plantaron la bandera de la autonomía de la
política frente a los poderes corporativos, una afrenta imperdonable.
Nadie que conozca la historia argentina del siglo XX podrá
sorprenderse por la agresividad de las diatribas: como ocurrió con Hipólito
Yrigoyen, Juan Perón, Arturo Illia o Raúl Alfonsín, las denuncias de supuesta
corrupción, de hipotética inoperancia, de imaginario avasallamiento de las
instituciones, de teórico vaciamiento de la República, eran apenas la retórica
que encubría la embestida contra gobiernos de raigambre popular para imponerles
reglas de juego extrañas a la legitimidad democrática, pero funcionales a los
intereses del capital concentrado, de los banqueros, de las embajadas
extranjeras, de los especuladores financieros, de los terratenientes, de las
multinacionales, de los sectores retardatarios de la jerarquía religiosa, de
los altos mandos militares, de los propietarios de los grandes medios o,
habitualmente, de todos ellos a la vez.
Hoy la historia se repite, aunque, parafraseando a Marx, si
la farsa impusiera sus reglas, sobrevendría la tragedia. Algunos memoriosos
recordarán que Roberto Dromi, ministro de Carlos Menem, justificó las
privatizaciones porque el país se encontraba de rodillas frente a los
acreedores. Por entonces, el Banco Mundial teorizaba que, en situaciones
objetivas y subjetivas de debilidad y desprestigio de los gobiernos, las
sociedades estaban más dispuestas a aceptar reformas promercado, que en otras
circunstancias rechazarían. No hace falta recordar que el gobierno alfonsinista
fue tumbado por un golpe de mercado y una estampida hiperinflacionaria que
crearon las condiciones pregonadas por el Banco Mundial para la irrupción
triunfal del neoliberalismo.
Sugestivamente, la expresión de Dromi fue retomada años más
tarde por Alfonso Prat-Gay, que se convirtió a la causa "republicana" después
de asesorar a Amalia Fortabat, trabajar para la banca Morgan y para el
establishment financiero, incluso como presidente del BCRA. Ocupaba aún ese
cargo cuando dijo en Nueva York, antes de asumir Néstor Kirchner, que el país
había perdido la oportunidad de renegociar su deuda externa. El momento
propicio era "cuando el país estaba de rodillas", había asegurado entonces.
La vocación de tener hincado al gobierno es tan connatural
al gran capital como su irrefrenable propensión a ganar lo máximo invirtiendo
lo mínimo, en lo posible con dinero de otros. Así como en tiempos de la
república oligárquica cuando los gerentes de las empresas inglesas eran
diputados o ministros, hubo momentos en la historia posterior a la ley Sáenz
Peña en que colonizaron por vía directa o indirecta las agencias más
importantes del Estado. A veces, con sus propios representantes políticos o
técnicos; otras, mediante la llamada condicionalidad impuesta en los acuerdos
con el FMI o el Banco Mundial; en ocasiones, mediante el expediente, todavía
más audaz, de colonizar a los propios partidos populares en condiciones de
ejercer el gobierno.
La diatriba es así la más cabal expresión del odio y la
indignación de una clase privilegiada que se considera destinada a conducir el
país prescindiendo de las formalidades republicanas a las que acude
literariamente para hacer precisamente lo contrario. Que busca legitimar sus
posiciones con el socorrido así nos ven afuera, generalmente extraído de la
prensa sajona de derecha, hostil a toda expresión que no comulgue con su manera
de ver el mundo y siempre dispuesta a medir la respetabilidad de un país por la
tasa de ganancia de las multinacionales y la disposición de sus gobernantes a
rendirles pleitesía.
Aunque repetido, no deja de ser llamativo el encanto que ese
discurso produce en cierto sector de clase media adicta al dólar, cautivada por
una conjetural mano invisible que imaginan cercana y cálida, pero que cada
tanto la deja desnuda, en la calle y a los gritos, a la espera de que nuevos
populismos la rescaten de la miseria.
La furibunda campaña contra la Presidenta tiene así razones
estructurales, simbólicas, culturales, pero también se alimenta de urgencias
concretas. No es casual que la renovada ofensiva se produzca en coincidencia
con la negativa del Gobierno a aceptar las condiciones extorsivas de los fondos
buitre, la fuerza de tareas en la que la oposición desestabilizadora tenía
depositada la misión de someter a la Argentina y obligarla a aceptar, otra vez,
las exigencias del FMI y el regreso al endeudamiento.
Esa misma oposición mastica frustración y resentimiento por
las encuestas que siguen mostrando el sólido respaldo a la Presidenta y la
evidente posibilidad de que el proyecto político que ella encarna continúe
desplegado tras las próximas elecciones.
Dicho de otra manera, cuando el "fin de ciclo" parecía
garantizado, recupera viabilidad la alternativa tan temida. Todas las fichas
estaban puestas en minar la credibilidad de la Presidenta, debilitar su natural
liderazgo y preparar el clima político para la inevitabilidad del ajuste y un
drástico cambio de rumbo. La tarea pendiente, casi accesoria, era seleccionar
al candidato, prometerle una campaña protegida y pasar a cobrar por ventanilla
el año próximo.
Para frustración de los conspiradores seriales, tan activos
en estos días, la realidad va por otro lado: seguimos teniendo Presidenta,
seguimos teniendo gobierno, seguimos teniendo pueblo. Es decir, tenemos patria.
Oscar González
Dirigente del Socialismo para la Victoria, en el FPV.
Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.