jueves 27 de marzo de 2014, 16:20h
Permítame, amable lector, hablarle una vez más, quizá la
última, sobre el velatorio de Adolfo Suárez. Recorrí las colas de gentes que
aguardaron horas para poner rendirle el último tributo, hablé con muchos, y me
quedé con la sensación de que una constante que se repetía una y otra vez era
la de comparar al gran expresidente con quienes le sucedieron, obviamente en
desventaja de los segundos.
Necesitamos, sí, otro Suárez, que era la petición que
lanzaban los más. Y yo no sé muy bien si necesitamos otro Suárez -¿el de cuál
época? ¿el de la primera, brillantísima? ¿El que luego se encerraba en La
Moncloa? ¿El que inventó, para mantenerse en la política, el CDS?- o,
simplemente, algunas de las cualidades que Suárez desplegó en los once meses en
los que, desde julio de 1976 hasta junio de 1977, puso patas arriba el Estado
franquista y cimentó la transición a la democracia. Solamente por estos once
meses merece la pena haber convertido a Adolfo Suárez en un mito, al que yo
personalmente, lo reconozco, casi venero.
Sospecho que no ha quedado muy bien parado Mariano Rajoy en
estas comparaciones. Y no es del todo justo denigrar al actual en
contraposición al que se fue. Cierto que me consta que, por variadas razones,
el presidente ha pasado por malos días, en el orden personal y en el político.
Pero a Rajoy, que no es ni acaso será jamás un estadista, hay que reconocerle
cualidades indudables de independencia, de prudencia, de sentido común y de
patriotismo. Virtudes que no bastan para engrandecerle a los ojos de los sondeos
de opinión, como se ve mes tras mes. Pero que son las idóneas para gobernar una
nación en la rutina de una de esas democracias tan completas que resultan
aburridas.
Desgraciadamente, no es el caso de esta España convulsa en
la que acabamos de asistir al estallido de casos de violencia casi sin
precedentes en los últimos años. Ni de esta España necesitada de
actualizaciones, reformas, modernizaciones, de toda una revolución mental que
ponga en solfa muchas estructuras. Ahí se necesita una sabia mezcla del primer
Suárez y de este Rajoy. ¿Cómo convencer al hombre impasible que nos gobierna de
que no basta con ver cómo mejoran, a paso de tortuga, los datos
macroeconómicos, o con que las agencias de calificación ya no nos coloquen el
farolillo rojo? ¿Cómo persuadir a este personaje algo taciturno de que los
españoles quieren no solamente la alegría de comprobar que sus bolsillos están
algo más llenos -cosa que, por cierto, sigue sin ocurrir aún--, sino la
satisfacción de sentirse partícipes de una vida política diferente?
En fin, enterrado queda un personaje histórico. Lo peor es
que cunde la sensación de que era, además, irrepetible.