Cuáles son los pilares que sostienen el narcotráfico
jueves 28 de noviembre de 2013, 23:45h
El narcotráfico está en todas partes, pero su presencia es
más densa en los nichos de la nueva pobreza.
En los barrios de clase media, las bandas de traficantes se
asientan en almacenes, parrillas, quioscos o remiserías. En los suburbios del
Gran Buenos Aires, en cambio, la banda se asienta en la vivienda del clan o del
puntero comercializador.
Los compradores que deambulan por sus calles se contactan
con los "soldados" que les habilitan el intercambio, realizado en esquinas o
plazas. Ostensiblemente armados, los "soldados" custodian el lugar las 24
horas. Les están mostrando explícitamente, a vecinos y competidores, que poseen
una franquicia, otorgada desde algún lugar del Estado.
Muchos son jóvenes sin pertenencia definida, que buscan en
su célula reconocimiento, autoestima y un cierto orden en un mundo que amenaza
con devorarlos impiadosamente.
Hay un vínculo claro entre el narco y la nueva política
territorial, amasada en treinta años de democracia. Durante los años 80 y los
90, la burocracia municipal y provincial "territorializó" la política barrial,
procurando ordenar el caos social de la era posindustrial en torno de
instituciones "madre", con jurisdicciones y jefaturas precisas y reconocidas.
Sólo son la punta del iceberg de un ordenamiento subyacente mucho más complejo,
hecho de agregados vecinales de morfologías diversas, fronteras borrosas y
fluidos intercambios. Hay allí sociedades de fomento, centros culturales,
clubes deportivos, templos evangélicos, grupos umbanda, barrabravas de los
clubes, grupos musicales y bandas delictivas, dirigidos por jefaturas
individuales o colectivas.
Todos establecen algún acuerdo con el cacique territorial,
fundado en un consenso delicado e inestable.
Desde el poder municipal se vertebra y articula este
heterogéneo conglomerado con hilos delgados e invisibles.
El Estado, por su parte, fue delegando sus funciones
-incluyendo la coacción y la administración de la ley- en estas instituciones y
sus referentes políticos, quienes las administran para construir su maquinaria
electoral. Todos tienen alguna alineación con dependencias municipales y
también provinciales y nacionales. Desde ellas obtienen planes, empleos
precarios en empresas privadas -garantizados por oficiosos inspectores-, así
como espacios o zonas francas para el comercio ilegal y las actividades
delictivas.
Recibir o no alguno de estos suministros marca en cada
barrio la línea divisoria entre la pobreza y la indigencia, bien tangible
recorriendo la geografía de cualquier barrio marginal.
Desde mediados de los 90 el narcotráfico se ha adecuado a la
política territorial.
Las grandes organizaciones internacionales que fueron
haciendo pie en el país debieron adecuarse de distintas maneras a la política
territorial local.
Acordaron con los grandes referentes del municipio y
pactaron con sus agentes menores, poseedores efectivos de las franquicias de la
policía, la justicia o el Gobierno.
Los códigos de convivencia son tensos e inestables. La
negociación a veces devino en alianzas auspiciadas "desde arriba" y otras en la
consustanciación absoluta del poder barrial con la nueva actividad estelar. En
estos casos, el narco identifica territorios enteros, incluyendo a todo el
mundo en sus lucros monumentales.
Los vecinos deben optar entre resignarse o participar del
reparto.
Créditos personales, favores de distinta naturaleza,
seguridad y financiamiento de iniciativas comunitarias caras a sus sentimientos
son la manzana de la tentación.
Estos acuerdos no son demasiado estables. En la Argentina la
cartelización es precaria, el atractivo es grande y son habituales las guerras
entre competidores, con decenas o cientos de muertos, en su inmensa mayoría
jóvenes, que hoy sobrepueblan los cementerios.
Es la expresión más emblemática de las nuevas formas de
explotación de la pobreza.
En el plano político, la territorialización ha sustituido
las militancias vocacionales por otras rentadas. Pero en los nuevos mundos
populares, la pasión militante se ha desplazado hacia las religiosidades, los
deportes o las estéticas musicales.
La política democrática ha sabido montarse sobre estos
grupos, "alquilándolos" mediante diversos recursos, entre los que sobresalen
las drogas. El fenómeno se observa más nítidamente en las barrabravas. El
fanatismo militante genera en el fútbol devociones aún más acendradas que las
religiosas, y más potables para su movilización política y electoral. Esos
fervores encuentran en los estupefacientes un alimento crucial, que provee a
estos grupos de identidad, sentimientos de superioridad y sustento material
para una subsistencia en la que el riesgo de la indigencia siempre está cerca.
Las barras se han convertido en la retaguardia mas sólida de
la nueva política.
No es casual que en los últimos años hayan sido definidas
como verdaderos modelos de participación, ciudadanía y entrega: la militancia
del paravalanchas. La exaltación ha sido debidamente cultivada por un flujo
contundente de recursos, luego reproducidos en distintas actividades ilegales.
El Estado cierra los ojos y, a veces, hasta acompaña.
El narco encuentra allí un caldo de cultivo dilecto para
sumarse a la explotación política, incrementar sus lucros y sembrar la
violencia social.