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Mal asunto

Mal asunto

Por Fernando Jáuregui
martes 16 de julio de 2013, 16:24h
Matar al mensajero ha sido siempre deporte muy practicado entre los poderosos, acérrimos enemigos de la frase anglosajona según la cual "noticia es todo aquello que alguien no quiere que se publique". Uno de los muchos efectos perversos del 'caso Bárcenas' ha consistido, mucho más allá de provocar las angustias de Rajoy 'et alia',  en desatar una guerra mediática, en la que unos acusan a los otros de ser cómplices del vengativo ex tesorero y los otros acusan a los unos de complicidad para salvar al Gobierno. Mal asunto cuando los mensajeros se matan entre sí.
 
Pero hay más efectos de la irrupción de prácticas vergonzosas del pasado, que eso es, en suma, lo que parece estar desvelando, suponiendo que todo sea cierto, ese Bárcenas que derriba las columnas del templo. Porque es también mal asunto cuando, para salvar a un Ejecutivo, o a unos cuantos dirigentes de un partido, se acude a las veladas acusaciones a la Justicia, argumentando cosas tales como que determinado juez "se está cargando la democracia" (y esto se ha dicho tanto del magistrado Ruz, que instruye los presuntos desmanes de Bárcenas --¿y compañía?-como de la juez Alaya, que instruye lo de los ERE andaluces). Mal, muy mal asunto cuando se lanzan sospechas contra el fiscal general del Estado, cuando se pone en entredicho la actuación del ministro de Justicia en materias en las que debería ser estrictamente imparcial, o quizá por serlo.
 
Mal asunto cuando al Parlamento se le hurtan los debates que más encrespan a la opinión pública. La imagen de ese Congreso de los Diputados como envuelto y empaquetado por obras es todo un símbolo. Mal asunto, en fin, cuando las máximas instituciones del Estado, es decir, el propio Rey, tienen que tirar continuamente de teléfono para apagar los incendios que una clase política torpe desencadena, mientras a la Reina la abuchean inmerecidamente en Asturias. Y hablo ahora tanto de los silencios y escapismos de Rajoy como de los giros de una oposición que ayer apoyaba al Ejecutivo y hoy pide contra él cosas variadas, desde la dimisión del presidente hasta el fin de la Legislatura y nuevas elecciones, desconcertando aún más a una ciudadanía que ya estaba atónita, me parece. Para colmo, llega un por cierto muy digno representante del nacionalismo catalán y ofrece apoyo a la moción de censura contra Rajoy...a cambio de respaldo a la consulta secesionista. Pues eso: mal asunto.
 
En suma, resulta que el 'caso Bárcenas' está haciendo volar en pedazos no solo la credibilidad del arquitrabe político, sino el sistema de equilibrios de Montesquieu. El Ejecutivo anda como en fuga, el Legislativo ya se ve (o, mejor, no se ve, cuando este miércoles va a cerrar sus puertas por vacaciones) y al Judicial simplemente no se le respeta. Y, en cuanto al llamado cuarto poder...
 
Jamás una exclusiva periodística ha sido fruto de otra cosa que de las revelaciones de un contable que no cobra (Filesa), una amante despechada (Juan Guerra), una sed inmoderada de venganza (Bárcenas), una rivalidad política, un miedo indignado (Edgard Snowden) o una rivalidad comercial. Apañados estaríamos los periodistas si exigiésemos pureza de sangre a nuestras fuentes. Lo único que nos cabe es investigar si lo que alguien, movido casi siempre por oscuros motivos (o por presuntamente altos ideales, eso no importa demasiado), nos cuenta es o no verdad. Y, si lo es, hay que publicarlo. Luego, podemos debatir acerca de lo bien o mal enfocada que está una información, o sobre el protagonismo que quieran darse los periodistas, o sobre qué posicionamiento tiene determinado medio en el tablero político, lo cual, por cierto, es no solo perfectamente legítimo, sino casi, con la que está cayendo, hasta obligado.
 
Pero ya digo: me parece que extender a los poderes que sustentan al Estado la pugna moral que han desatado tantos casos de corrupción como han asolado -porque afortunadamente todos ellos son cosa del pasado, aunque con proyección sobre el presente-a este país nuestro, es lo más demencial que nos puede ocurrir. O que le puede ocurrir a nuestra democracia, que, ya se ve por múltiples indicios, sigue siendo más bien frágil todavía. Mal asunto, en efecto.
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