sábado 22 de junio de 2013, 12:51h
Una
acelerada licuación del prestigio y del poder presidencial. Esa es la
consecuencia de los arrebatos políticos de la señora presidenta en los últimos
tiempos.
El
tema no es menor ni poco grave. Justamente si había una cuestión que concitaba
el acuerdo de todos los analistas políticos sobre la gestión de Néstor
Kirchner, era su recuperación del papel y poder de la política, en general y
del poder presidencial, en particular.
Luego
del derrumbe del 2001/2002, no era poca cosa. De ahí en más, las opiniones
divergían -y divergen- sobre la valoración del primer turno kirchnerista en un
gran abanico, según la opinión que merecieran los contenidos de sus políticas
puntuales.
El
ejercicio del poder y aquel logro mostró el éxito de un orfebre. No se consigue
poder ganando una elección, ni gritando frente al micrófono. Es un arte sutil
que exige una combinación adecuada de escuchar e interpretar a la sociedad, de
saber hasta dónde se puede mandar y desde dónde se debe convencer, de saber
articular el complicado mecanismo de sectores e ideologías, de intereses y
necesidades, de tensión de cambio y respeto a las creencias mayoritarias.
Partiendo de una desarticulación social máxima cuyas variadas causas no
es el lugar de analizar aquí, Néstor Kirchner supo continuar una tarea que
-bueno es recordarlo- había empezado Duhalde, cuya presidencia, al igual que la
de Kirchner, tuvo en el resto de los aspectos los juicios más encontrados,
entre otras cosas por haber sido uno de los responsables del derrumbe por sus
acciones previas a la crisis.
La
gestión de la señora Cristina Fernández ha recorrido el camino exactamente
inverso. Al igual que su marido, recibió una economía en recuperación, la
aceptación ciudadana del nuevo marco de poder y las bases sentadas para iniciar
un proceso de modernización y crecimiento. Su bandera central de entonces, la
"calidad institucional", despertó esperanzas aún en los más recelosos
opositores.
Sin
embargo, una fotografía de aquel lejano 2007 y una de hoy nos muestra el
deterioro. La economía se detuvo, la infraestructura se derrumbó y los recursos
estratégicos de dilapidaron alegremente. El país marcha a una anunciada
implosión cuyas consecuencias son impredecibles.
También ha desmantelado hasta los rudimentarios avances
hacia la recuperación institucional existentes en el 2007. El recuerdo de la
primera "reivindicación" del relato kirchnerista por esa época, la renovación
de la Corte Suprema de Justicia, exhibe el retroceso. Costaría trabajo
imaginar, por ejemplo, a la presidenta ridiéndole un homenaje a Balbín, como
hiciera Néstor Kirchner en 2004, en La Plata, al cumplirse el centenario de su
nacimiento.
Pero no es sólo eso. El aislamiento internacional -hace años
que no visitan la Argentina mandatarios extranjeros-, el descrédito y hasta la
indiferencia con que nuestro país es mirado en el mundo -la humillación de la
Fragata embargada por deudas en puerto africano fue apenas una muestra-, se
suman a la mezcla de lástima y conmiseración con que es mirado el país hasta
por sus vecinos más entrañables.
Los reiterados
ataques al estado de derecho en el marco de arranques caprichosos que han
perdido la capacidad de medir no sólo lo que se debe y lo que no se debe hacer,
sino lo que se puede lo que no se puede,
han llevado a la institución presidencial a un estado de ficción.
Su aparente poder omnímodo puede ser cuestionado por
cualquier persona o grupo de personas al que se le ocurra violar la ley,
enfrentar el capricho o esconder bajo una protección (real o imaginada) los
hechos de corrupción más conmocionantes.
Pocos -o nadie- saben muy bien las causas del errático
comportamiento presidencial, que en ocasiones roza el grotesco. Pero aún
imaginando dificultades de salud en la señora, lo que es inexplicable es el
acrítico seguidismo del aparato político oficialista, votando en el Congreso el
dislate de turno y aplaudiendo cualquier cosa en forma autista, sin advertir el
riesgo extremo del rumbo seguido.
El peligro que enfrentará el país en el futuro próximo es
ingresar en la crisis económica, nuevamente, con el poder político licuado. No
alcanzará la invocación a elecciones ganadas, ni el respaldo de un núcleo duro
pero minoritario de argentinos fanatizados, o convencidos.
El voto cotidiano, el que se da en las decisiones de ahorro
e inversión, en las charlas en los bares
y clubes, en los galpones de fábricas y en los pasillos de las oficinas,
en la improvisada conversación de una cola de supermercado o con un compañero
circunstancial de tren o colectivo, en síntesis, lo que configura la
"gobernabilidad", ha abandonado a la presidenta
y se ha alejado del "relato" oficial.
Sólo demora el cambio de época otra incertidumbre: la de no
detectar en el escenario una alternativa confiable que le saque a ese cambio la
idea de un salto al vacío. Tal vez esa búsqueda pueda explicar el surgimiento
de inesperadas popularidades surgidas en pocos días, a las que posiblemente se
agreguen nuevas, sin otro antecedente que algún hecho imprevisto frente al que
se oponga alguna reacción oportuna. O sea, una licuación también de la política
como actividad, reemplazada -como antes de la modernidad- por un golpe de
suerte, o del destino. Tal como en las tragedias griegas.
La licuación de la política no es buena, como no lo es la
implosión económica. Mucho menos cuando una y otra son, como en nuestro caso
argentino, el resultado de hechos humanos. No de tsunamis, ni guerras, ni
plagas, ni sequías, ni terremotos, ni crisis internacionales.
Estamos donde estamos por propia decisión equivocada. Por
propia decisión debiéramos encontrar, en forma madura, el camino de salida.