lunes 03 de junio de 2013, 18:18h
Los
ciudadanos, con la sabiduría futbolera que es la de la vida, saben algo que los
dirigentes también, aunque lo nieguen escondiéndose en ideologismos impostados:
sin unidad, no hay forma de sacar al kirchnerismo del poder.
Nos
gustaría a muchos vivir en una sociedad plural, madura, parlamentaria, donde
manden los matices. Pero no es así. La nuestra es, por ahora, una sociedad
aluvional, plebiscitaria, presidencialista.
Sea
por herencia del caudillismo, sea porque así se construyó históricamente nuestro
imaginario político, para ganar el poder hay que formar un frente mayoritario.
En criollo: tener más porotos que el otro.
Ocupado el espacio "clientelar-rentístico" por el peronismo con la
conducción de su versión K, lo que hay enfrente, -el espacio
"democrático-republicano"- tiene menor diversidad ideológica que el
oficialismo, pero es más discutidor, con más "doctores".
Y por
supuesto que resulta más difícil ponerlos de acuerdo. Mucho menos en el marco
de esta política plebiscitaria, en la que el que gana, "se queda con todo".
En ese
espacio variopinto y plural, varios "quieren ser". Sus argumentos son todos tan
valiosos como los de Cristina, y antes de Néstor, y antes de Eduardo, y antes
de Carlos.
Pero
la diferencia entre ambos espacios es clara. En el primero, una vez elegido el
"relato", tan lábil y volátil como lo aconseje el momento, el alineamiento es
automático, tanto como la sociedad para disfrutar del poder.
Enfrente, en cambio, los que "quieren ser" suelen enamorarse tanto de
sus relatos que los congelan, esclerosadamente, sobrevolando modas, tiempos y
necesidades. Endurecen sus choques recíprocos escudados en "convicciones"
impostadas que trasladan a sus bases.
Olvidan lo esencial de la política: la lucha por el poder, que les
aconsejaría buscar la forma de articular sus esfuerzos. Confunden las etapas
con el objetivo final, como si fueran religiones.
Nadie
tiene la fuerza para imponerse a los demás. Ergo: en esa dinámica, la
persistencia del campo adversario termina siendo garantizada, fundamentalmente,
por la ineptitud del propio.
Es
curioso que los argentinos molestos con el bloque del populismo-rentista sean
mayoría en la Capital, en Rosario, en Santa Fe, en Córdoba, en Mendoza y, en
general, en las grandes ciudades. También en la provincia de Buenos Aires. Pero que, sin embargo, el
destino haya querido que se expresen a través de representaciones políticas
diferentes: el PRO, el socialismo, el peronismo "disidente", el radicalismo.
Juntos, su confluencia tendría un potencial gigantesco para modernizar
las estructuras políticas, relanzar la economía, fortalecer el estado de
derecho, volver a insertar a la Argentina en el mundo, recuperar prestigio
internacional, terminar el clientelismo reemplazándolo por ciudadanía.
Separados, o peor aún, en lucha entre sí, hacen posible la persistencia
del "relato" y del "modelo" que ha probado ser garantía de estancamiento,
desmantelamiento institucional, aislamiento, obsolescencia, corrupción
ramplona, ignorancia del ciudadano y de sus derechos y prepotencia del puro
poder.
El
primer bloque puede alinearse a fuerza de presiones y chequeras. El segundo,
debiera hacerlo concertando políticas.
No hay
forma de acercarlos en el marco presidencialista y plebiscitario, sin un
acuerdo programático y de gestión.
Un
programa claro para la etapa debiera entonces ser lo primero, para mostrar a
los ciudadanos la sinceridad del compromiso.
Un
acuerdo de participación en el gobierno según la representatividad de cada
fuerza debiera ser el paso siguiente. El objetivo: cumplir el programa pactado.
Atravesados esos pasos, el proceso debiera terminar con la consulta
ciudadana en las PASO, para elegir los candidatos. No tendrían ya el dramatismo
de "el que gana, se queda con todo", que es la gran trampa que la política
plebiscitaria tiende a las sociedades complejas de pensamiento plural.
Las
inmensas clases medias argentinas no se merecen el desfile de vanidades,
inconsecuencias e impostaciones de jardín de infantes como las que vivimos en
el 2011. El país, su democracia, su Constitución, sus leyes, su convivencia, su
propia viabilidad nacional, están en riesgo.
En
este marco, cualquiera puede ser. Macri, Sanz, Binner, de la Sota, Cobos,
Lavagna, Carrió, sería un presidente infinitamente superior a esta pesadilla,
al surgir de una confluencia democrática y republicana transparente, de un
compromiso cívico de respaldo plural, de la elección limpia de los ciudadanos
que esperan. Porque, "strictu sensu", sus bases son cultural y sociológicamente
similares y conviven en la diversidad. En este contexto, si llega uno, llegan
todos.
Lo
dijimos en el 2011 y lo decimos hoy: el sueño del oficialismo es mantener las
cuñas entre las fuerzas opositoras. Mientras -como hasta ahora- logre
conseguirlo, directamente o a través de las "quintas columnas" que tiene en
todos lados, en el fondo está tranquilo.
Su
problema queda reducido a una interna propia que se siente en condiciones de
superar, a pesar de su complejidad. En tanto la oposición carezca de un
programa de coincidencias y no acuerde el eventual cogobierno, puede haber
kirchnerismo para rato, aún con el grado de descomposición que está mostrando,
porque difícilmente los argentinos den un salto al vacío.
Salvo
que llegue un estallido sin liderazgos, por la pérdida definitiva del respeto
ciudadano hacia las posibles conducciones alternativas. Ya ha habido varios
avisos y no precisamente disimulables. Claro que en este caso, lo que venga
luego es imprevisible. Y de ello, no será responsable Cristina.