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8 años de Cromañón: Memoria y esperanza

8 años de Cromañón: Memoria y esperanza

Por Florencia Saintout
domingo 30 de diciembre de 2012, 14:11h
Hoy se cumple un nuevo aniversario de la tragedia ocurrida en el boliche "República de Cromañon": una nueva oportunidad para repasar el estado de la juventud de aquel entonces con lo que sucede en nuestros días.

 
Nunca me voy a olvidar las imágenes de ese 30 de diciembre de 2004, mientras esperábamos todos el  fin de año, el año nuevo.  Son de las imágenes que siempre ocuparán el cementerio del dolor, de la desesperación, de llanto común.  Jóvenes en cadáveres, esa junta inaceptable para una sociedad. Tan inaceptable como recurrente, ya que a lo largo de la historia de la humanidad fueron siempre jóvenes los que más murieron, los que más mueren en los tiempos oscuros. En la década del setenta, en nuestro país, los treinta mil desaparecidos fueron mayoritariamente jóvenes también.

En la Argentina de la larga década neoliberal, la presencia de ciertos jóvenes, los jóvenes empobrecidos,  estuvo nuevamente ligada a la muerte. Y no a cualquier muerte, sino a la muerte violenta, aquella que no tiene nada que ver con la calma de la vejez, con los procesos naturales de culminación de la vida.  Esta relación de jóvenes y muerte fue construida además por los discursos hegemónicos mediáticos como un dato sin historia, que hablaba de la irracionalidad de las prácticas y del deterioro de la juventud. Desde varios relatos, se los nombró como delincuentes, como peligrosos que necesitaban ser castigados o extirpados de la sociedad, dueños de una existencia que ni siquiera valía la pena llorarse porque no era considerada vida.

A finales de 2004, mientras comenzábamos a vivir un país que se animaba a navegar a contrapelo del más feroz neoliberalismo y sus consecuencias, sucedió Cromañon: ciento noventa y cuatro jóvenes muertos en un incendio durante un recital de rock barrial en unas instalaciones absolutamente precarias, fuera de todas las regulaciones públicas de seguridad.

Los muertos provenían de sectores populares y medios, medios bajos. Habían ido a escuchar a una de las bandas del llamado rock chabón, un rock en gran parte inventado por una escucha popular de los cordones del Gran Buenos Aires y que tomaba como paisaje el de la pobreza, la desocupación, la delincuencia, el tráfico de drogas, como escribió Pablo Semán, uno de los estudiosos del tema: "en fin... las novedades de la década del noventa". Un rock  condenado por los rockeros de las décadas anteriores (fundamentalmente integrado por sectores medios urbanos) por considerarlo apolítico: si estos habían hecho música contra el sistema, el nuevo rock barrial pedía la entrada al sistema con nostalgia de un mundo en el que existía la idea del trabajador.

En Cromañon casi todas las víctimas fueron jóvenes. El horror mostraba otra vez heridas no curadas: otra de las dimensiones del crimen planificado contra los sectores populares. Es poco lo que podremos entender de lo que sucedió si no asumimos que las condiciones de precariedad (de instituciones, de normas, de controles) que fueron construidas a lo largo de décadas en Argentina, de la mano de Estados dictatoriales y Estados privatizadores, esa noche sostuvieron la matanza de los más vulnerables. Estos jóvenes que habían comenzado a ser jóvenes en un mundo de puertas cerradas. Y no me refiero sólo a la sintomática puerta de emergencia cerrada esa noche,  sino a las puertas cerradas para el trabajo, para la educación, para la política. Las vías muertas de las que hablaban los sociólogos de la devastación. Leí hace poco un título periodístico referido a la causa judicial,  Callejeros sin salida. Me resultó tan sugerente para la comprensión del horror: jóvenes sin salida a ningún tipo de ciudadanía (ni social, ni política, ni cultural) en un país que muchos definían sin salida también.

Quiero detenerme en este fin de año de 2012 en un dato: muchos jóvenes que murieron esa noche lo hicieron porque volvieron a entrar a Cromañon a salvar a sus compañeros, a sus amigos. Esos jóvenes que no creían en la política porque los políticos eran empleados del poder económico saqueador;  para los que la educación era un paracaídas que a lo mejor impedía dejar de caer en la escala social  o una herramienta para que no los estafen más -cuando no, una vía muerta, una imposibilidad-; esos jóvenes que formaban parte de los millones de desocupados o con ocupaciones absolutamente precarias; que habían vivido la desolación de sus padres  mientras se hacían grandes... esos jóvenes entraban al infierno a buscar a sus compañeros y amigos.

También tal vez (y digo también, no sólo) sobre esos sedimentos de solidaridad amasados y sumados a tantas luchas de la Argentina, es que haya sido posible durante los años que siguieran a Cromañón que la voluntad política de ir a contrapelo de la historia permitiera que las puertas cerradas se abran. Y hoy, en este día de recuerdos tan dolorosos, podamos pensar cómo la relación entre juventudes y muerte no es un destino.

Porque a pesar de todo lo que falta, en la Argentina de finales de 2012, hay una Ley nacional de Protección integral de niños y adolescentes. Los jóvenes tienen derecho al voto. La Asignación Universal por Hijo ha permitido la permanencia en el sistema educativo donde se conecta igualdad  y se han creado nueve universidades nacionales más que reciben masivamente  primeras generaciones de universitarios.  Se han condenado y se siguen juzgando a los genocidas: los jóvenes viven en un mejor país si viven con los asesinos del pueblo encerrados. Se pelea contra las corporaciones de todo tipo y se recupera lo robado. El mundo del trabajo ya no está roto y la desolación de los padres se desvaneció, estén de acuerdo o no con la conducción política del proyecto nacional. La política está viva, y eso permite que muchos y muchos jóvenes ingresen a ella. Pero que no solamente ingresen, sino que la transformen.

Entonces este fin de año el recuerdo del dolor (que para algunos será sin duda insoportable) también nos traerá el recuerdo de un país al que no queremos volver de ninguna manera. Y junto a ello la renovación de las convicciones de que valió la pena una voluntad inconmensurable que afrontara el miedo para hacer del mundo un lugar mejor para nuestros jóvenes. Un lugar con esperanza





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