Historias (pero que muy reales) de espías
lunes 04 de noviembre de 2013, 15:06h
Vamos a vivir momentos de gran tensión informativa en la
semana que comienza. Incluyendo las presentaciones de libros de memorias de ex
presidentes del Gobierno en los que se contienen revelaciones más o menos
sensacionales, con mayores o menores veladuras de la verdad. Una semana en la
que los socialistas celebrarán una Conferencia de la que, la verdad, no sé
-sospecho que en el propio PSOE no lo saben--si debemos esperar mucho o poco.
Una semana en la que, en fin, seguiremos hablando mucho de espionaje. De esas
historias de espías que ningún novelista, ningún escritor de argumentos
cinematográficos, hubiera osado jamás llevar a un libro o una película, por lo
inverosímiles que parecen.
Y el caso es que esas historias, reveladas por un joven, con
cargo de segunda categoría en los 'servicios especiales' de la mayor potencia
del mundo, son reales. Pero que muy reales. Y el jefe de los servicios de
inteligencia, o sea del espionaje, de este país tendrá que dar muchas
explicaciones este miércoles en el Congreso de los Diputados como consecuencia
de esas revelaciones de ese joven hoy exiliado en Moscú. Aunque, la verdad,
sospecho que el general Félix Sanz Roldán va a dejar a las señorías que asistan
a la comisión parlamentaria de secretos oficiales con muchas más preguntas que
respuestas. Así que ya ve usted, amable lector: menuda semanita...
Ocurre que, en mi opinión, estas historias de espías
impregnan todo el resto de la actualidad; incluso las memorias del ex
presidente Aznar rememoran la cooperación de 'los servicios' norteamericanos en
momentos cruciales, bien sea en la lucha contra ETA, bien para aclarar la
autoría de la matanza de aquel tristísimo 11 de marzo. Lo que viene sucediendo
en los últimos años, desde Julian Assange hasta Edward Snowden, es que se nos
ha revelado la potencia de los estados sobre los individuos, la existencia de
uno o varios Grandes Hermanos que vulneran la intimidad a la que creíamos haber
accedido gracias a los avances tecnológicos. Que son, precisamente, los que
atacan, sin duda ilegalmente pero con el beneplácito oficial, nuestra
privacidad. Y esa necesidad de escuchar lo que otros no quieren que se sepa se
extiende también a partidos (mire usted lo que ha ocurrido en la peor Cataluña
con Método 3), a empresas (la rivalidad comercial está en la base de todo
espionaje)...a todo.
Yo creo que la desconfianza de los ciudadanos en sus
representantes políticos tiene mucho que ver con esa sensación de que, tras lo
publicado, lo público, prima siempre lo impublicable, los tejemanejes ocultos.
¿Para qué va a acudir el director del CNI al Parlamento si él, que es el
encargado de guardar los secretos propios y de tratar de descubrir los de los
demás, no va a poder hablar de tantas cosas ante una Cámara cuya función es,
precisamente y por definición, la de parlamentar, hablar? Ya sé lo que va a
decir el por otra parte impecable general Sanz Roldán: que los servicios de
inteligencia españoles actúan siempre dentro de la legalidad y, eso sí,
colaborando con sus colegas de los países amigos. ¿Espió el CNI por cuenta de
la NSA? Eso, querido lector, ni lo sabremos el miércoles ni nunca, más allá de
lo que nos llegue en nuevas 'entregas' de Snowden.
Sé que me repito, pero cada día es más patente que hay que
gobernar a los ciudadanos de otra forma, y no me refiero solamente a España,
que, por supuesto, también. Aplaudiré hasta con las orejas cualquier programa
político, cualquier proyecto, que plantee en toda su crudeza y desarrolle en
todas sus dimensiones esta necesidad de cambio radical en formas y actitudes
desde el Estado hacia los individuos. Pero, lo mismo que pienso que todos los
gobiernos nos han espiado y nos espían, no sé si con la NSA o con demonios
familiares pagando las facturas, creo que nadie, ni la inminente Conferencia
socialista, ni el ya pasado congreso del partido-revelación UPyD, va a aportar
al gran debate nacional esos planteamientos nuevos y frescos. Es muy difícil,
desde el poder, desde cualquier poder, renunciar a los micrófonos
privilegiados, a esa sensación de omnipotencia e invulnerabilidad que da el
controlar la vida de los ciudadanos que, total, siguen votando y pagando
impuestos. Y que siguen, inconscientes, hablando libremente de sus cosas por
teléfono, como si estuviesen seguros de que el Gran Oído no les escucha.