Patria grande, patria chica
viernes 11 de julio de 2014, 16:18h
La
integración latinoamericana requiere una exploración de la historia de la
región que no achate las particularidades de cada país y que permita pensar y
comprender el espacio común, con sus similitudes y diferencias.
"¿Cómo
puede ser que chiflen tanto? ¡Somos latinoamericanos y jugamos con un
europeo!". El posteo en Facebook durante el entretiempo de Argentina-Suiza
parecía expresar una indignación genuina ante la actitud del público paulista
hacia la selección albiceleste. En seguida le recordaron que la rivalidad
deportiva con Brasil es mayor a otras fidelidades, pero para quien lo escribió,
que proyectaba lo ocurrido más allá del fútbol, era un atentado a la
integración continental.
El
pequeño episodio habilita una reflexión sobre qué se quiere con la integración
latinoamericana como proyecto. Obviamente sería ilusorio y hasta ocioso buscar
evitar las tradicionales rivalidades futbolísticas, pero no lo es discutir si
lo que se desea es avanzar hacia una unión a la europea, con predominio del
sector financiero y una laxa construcción identitaria, o ir en cambio a una
suerte de confederación sin coordinaciones generales pero con acuerdos
económicos y solidaridades defensivas ante conflictos con otros bloques (cerca
de lo que ya está esbozado en la actualidad), o avanzar, como quieren otros, en
la construcción de una suerte de nueva nación, la "Patria Grande", que aglutine
a las naciones como componentes, del mismo modo que éstas crearon una identidad
que unificó a distintas provincias y que éstas hicieran lo propio con pueblos
en su interior.
Algunas
de las voces más entusiastas a favor de una integración la proponen en términos
esencialistas: Latinoamérica tiene un mismo origen y compartiría una cultura
común, idiomas latinos, una religión mayoritaria y muchos rasgos semejantes.
Sin negarlo, es evidente que eso en sí mismo no quiere decir demasiado, salvo
para miradas idealistas. No existe América Latina per se, salvo como proyecto,
como apuesta. Es mucho lo que une a los países de la región pero también es
mucho lo que los separa, desde las identidades nacionales que para crearse
debieron enfatizar las diferencias mutuas, hasta la innegable constatación de
historias distintas, sociedades diferentes, culturas políticas disímiles; basta
comparar el funcionamiento político de cinco vecinos, Chile, Argentina,
Paraguay, Uruguay y Brasil, bien distante uno de otro, para entender bien a qué
me refiero.
Puesto
que las historias son variadas y complejas, cualquier propuesta integracionista,
si quiere ser exitosa, debería pensar no sólo en enfatizar lo común sino en
comprender las diferencias. Y eso nos lleva a estudiar, a explorar, las
historias de los otros, algo que en general se hace poco en Argentina fuera de
los ámbitos especializados (y lo mismo pasa en los otros países
latinoamericanos con la historia de los demás).
Ahí el
obstáculo es el nacionalismo. Si se quiere destacar el nacimiento de una nación
se tiende a estudiar su independencia, por ejemplo, no como parte de un proceso
general que fue el mismo para toda la región, sino como algo diferenciado,
aislable, y luego sí se estudia (tal vez en otra unidad escolar) lo que pasó en
el resto del continente. Nada desintegra más.
Otros
dos riesgos, que incluyen muchas veces al más cuidadoso mundo "académico", son
en primer lugar tomar a la propia nación como ejemplo de América Latina; decir
que lo que ocurrió en México sirve como parámetro para entender cualquier otro
lugar del continente. O hacer la operación contraria y destacar la
excepcionalidad de la propia nación, que no se ajusta a un supuesto modelo
nunca claramente explicitado: por ejemplo, Argentina como país con mucha
inmigración y por lo tanto más "europeo" que el resto, Brasil como país sin una
larga guerra de independencia y desde entonces con menor conflictividad
política que los demás, Chile como ordenado tras independizarse y desde
entonces país "estable", y así. Todos mitos, con asidero empírico solo parcial.
Por ese
camino cualquier idea integracionista se complica. Lo deseable es en cambio
abordar la historia de la región en conjunto, destacando cómo se fueron
delineando las similitudes y las diferencias. Eso exige incluir más la historia
de otros países en las currículas escolares y en las preocupaciones más generales.
Entender nuestra propia historia no nos habla de la del vecino necesariamente.
Y solemos saber poco de ella: varias veces hice la prueba de preguntar a
estudiantes universitarios de historia, antes de que cursen las materias sobre
América Latina, la mención de dos personajes históricos (no contemporáneos) de
cada país circundante y en pocas ocasiones se cubrió el cupo. No son falencias
individuales sino que hablan de un estado de las cosas.
Esto no
quiere decir, claro, que tengamos que dejar de estudiar la historia europea
(como alguna vez escuché), sin la cual esta región es incomprensible, o la de
otros espacios del mundo que también necesitamos para crear contextos y
entablar comparaciones. Pero sí es importante no aplanar la historia general y
rescatar las especificidades sin por eso construir falsos excepcionalismos.
Hubo momentos en que casi todo el continente siguió patrones comunes, como pasó
con las omnipresentes repúblicas oligárquicas y agroexportadoras de fines del
siglo XIX o con las abundantes dictaduras militares de los años 60 y 70 del
siglo XX; pero al enfocar más
cuidadosamente en cada caso resaltan las diferencias con los demás.
Para
evitar simplificaciones y reduccionismos que nos llevan a incomprensiones
necesitamos ir más a fondo, explorar las historias de nuestros socios, vecinos,
hermanos, primos o como quiera llamárselos. Parafraseando al gran intelectual
uruguayo Carlos Quijano, si queremos integrarnos, primero tenemos que
conocernos.