Brasil: elogio de la crispación
martes 10 de junio de 2014, 18:33h
A horas de comenzar el Mundial, distintos sectores intentan
hacer visibles sus reclamos, y pone en apuros tanto al gobierno de Dilma, como
a los gobiernos locales. Lo que aparece detrás de esta coyuntura, donde la Copa
funciona como "vidriera" de protestas de los sectores más diversos, es una
sociedad que no sólo vive mejor que hace diez años, sino que está más
movilizada y consciente de ser portadora de derechos.
De pronto, palabras que parecían hechas a la medida de
Argentina, se volvieron moneda corriente en Brasil: "conflicto sindical",
"irritación social", "hartazgo ciudadano".
A horas de comenzar la Copa del Mundo, Brasil vive un
empaste de conflictos de muy diversa índole: trabajadores del subte de San
Pablo en huelga por aumento salarial, manifestaciones del movimiento de
Trabajadores Sin Techo en reclamo de viviendas y los jóvenes pseudo
anarquistas, conocidos como "black bloc", que tienen como principal objetivo
enfrentarse a la policía y guardan algunas similitudes con los levantamientos sociales
de los jóvenes de las periferias europeas de los últimos años. Todo se combina
para dar un marco caótico a lo que debería ser un carnaval futbolístico.
O no. Tal vez no debería pensarse así. Tal vez las
manifestaciones de estas semanas están ahí para mostrar que algo cambió
profundamente en Brasil en los últimos años. Algo que no puede, al menos no de
un modo convencional, ser puesto dentro de los "logros" de la era Lula, como la
baja del desempleo y la pobreza, pero que sin dudas está atado a las transformaciones
que vivió un país que, hasta el 2002, se veía así mismo como obediente de las
jerarquías, cínicamente orgulloso de un orden social donde "cada uno sabe el
lugar que ocupa". Eso es lo que parece haber quedado atrás atrás en Brasil
Por arriba de todo esto, zurciendo el relato de protestas a
todas luces dispares, aparece un discurso mediático y político con obvios
intereses electorales. Tres meses después de que termine la Copa del Mundo,
Brasil tendrá elecciones presidenciales y ante un panorama donde la candidatura
de Dilma sigue al frente de las preferencias de los votantes (por estos días
los números de las encuestas muestran una caída en la intención de votos de
Rousseff, pero también de sus adversarios, lo que no altera sustancialmente las
cosas) el desánimo y un clima enrarecido en las calles se convierte en una de
las pocas cartas que pueden jugar los sectores que intentan terminar con el
ciclo político del PT.
En este sentido, el ruido en las calles, la instalación de
un discurso antipolítico, vendría a funcionar como prótesis para una oposición
que no logró torcer la tendencia principal de la política brasileña de estos
años: que el PT se consolide como motor de una coalición partidaria y social
mayoritaria.
El eco de las protestas del año pasado, que movilizaron a
cientos de miles de brasileños en todo el país, y que luego perdieron fuerza
rápidamente, también está presente ahora, aunque notablemente modificadas. A
mediados del 2013, cuando las protestas irrumpieron, las consignas eran
generalistas: pedidos de mejoras en el transporte, la educación, contra la
corrupción, etc. El aspecto multitudinario (aunque con una claro predominio de
los sectores medios y medios altos) ayudaba también a dar una imagen de
indefinición ideológica. El movimiento era de todos y de nadie a la vez.
Sin embargo, ahora, parece haber habido una decantación de
esas protestas multitudinarias, y tomaron protagonismo los grupos y organizaciones
particulares, ya sean sindicatos, movimientos juveniles o sectores indígenas.
Y, al mismo tiempo, el clima general de descontento tiene en la Copa el
elemento catalizador, el símbolo que une a todos esos reclamos puntuales, los
unifica en el tiempo y les da una legitimidad frente al resto de la sociedad.
Cada vez más decidido, después de un tiempo de desconcierto,
el gobierno de Dilma y el PT, unificó un discurso inteligente, basado en decir
que las protestas ocurren porque la gente vive "mejor que hace diez años" y
ahora quiere más cosas, mejor infraestructura, mejor educación, mejores
salarios.
Resulta un discurso político efectivo, en la medida que no
arroja a los manifestantes al bando opositor sin más, sino que los incorpora
como parte de su propia herencia positiva. Ustedes están ahí en las calles por
las cosas buenas que hicimos desde el gobierno. En un reciente spot que prepara
la campaña para las elecciones, el PT llevó ese argumento hasta el límite,
pidiendo a la sociedad que recuerde en qué situación se encontraba antes del
primer gobierno de Lula. Se trata del espejo del mismo argumento, aunque con el
peligro de intentar que el voto del 2014 se defina por lo hecho en el pasado.
Una fórmula que no siempre es exitosa: las sociedades no pagan indefinidamente
hacia atrás, en el mejor de los casos hacen un balance entre aquello y lo que
esperan recibir en el futuro inmediato.
Pero repasando con algo más de detalle las protestas que se
dan ahora, cuando faltan horas antes de que arranque finalmente el Mundial, se
percibe un cambio más silencioso pero que puede ser la clave de una dinámica
política y social nueva para Brasil.
Aquellas, indiscutidas, mejoras sociales no sólo hicieron
emerger demandas "nuevas". Es decir: gente que antes no tenía como viajar a su
trabajo, ahora se queja por el estado del transporte en San Pablo. Si miramos
los reclamos concretos que se sucedieron en esta última semana, protagonizados
por sindicatos y movimientos sociales, lo que aparecen son reclamos históricos
-como salarios y vivienda- pero que ahora logran tener una visibilidad mayor, y
que en el contexto de la opinión pública anti-copa, logran una legitimidad que
en Brasil siempre fue entre nula y escasa. El logro del PT, además de la mejora
material de millones de brasileños, también fue una mejora en términos de
ciudadanía, de menor represión y estigmatización de la protesta social y la
organización sindical. Ese cambio también parece ser importante a la hora de
comprender estas protestas.
No se trata de una idea abstracta, basta ver la diferencia
en la gestión de los conflictos, según a qué gobierno le toque actuar. En el
caso de la huelga del subte de San Pablo, la competencia le correspondía a
Geraldo Alckim, gobernador del Estado y una de las figuras más relevantes del
opositor PSDB. Enfrentado con un sindicato en manos de la izquierda, Alckim
eligió la confrontación, se negó a los pedidos de aumento de la pauta salarial
y permitió que la empresa eche a 61 trabajadores, luego de que un juez
determine que la huelga había sido "abusiva". Desde los diarios como Folha y
Estado do Sao Pablo y la revista Veja, lo que se pedía era que el gobernador no
dejara de dar un "ejemplo" para futuras protestas. Parece que no lo consiguió
del todo y tanto los despidos como una multa millonaria imputada al sindicato
fueron anulados a cambio de una pausa en la huelga hasta mediados de esta
semana.
Por el contrario, el gobierno de Dilma buscó otro camino
cuando debió resolver el conflicto con el poderoso Movimiento de Trabajadores
Sin Techo, que semanas atrás habían ocupado un terreno enorme en las cercanías
del estadio nuevo del Corinthians donde se va a jugar el partido inaugural
entre Brasil y Croacia. El gobierno federal, en este caso, llegó a un acuerdo
con el MTST para incluir a ese terreno dentro del programa gubernamental "Minha
Casa, Minha Vida" y al movimiento mismo
como contraparte frente al Estado, para lo cual debió modificar algunas
disposiciones del plan original.
En definitiva, las protestas de Brasil, con su complejidad,
antes que alumbrar a nuevos sujetos sociales o reclamos de bienestar
espontáneos, parecen ir hacia un escenario más terrestre, producto de una
sociedad en movimiento y transformación donde nadie quiere permanecer en el
mismo lugar y donde todos, o casi todos, tienen una idea perturbadora para la
psiquis del establishment: si protesto, consigo algo. Habrá que ver como se las
arregla la política para representar a esta nueva sociedad en ebullición.