Populismo e historiadores
viernes 18 de abril de 2014, 13:37h
El término "populismo" tiene diversas acepciones pero se lo
utiliza frecuentemente para atacar a movimientos políticos como el kirchnerismo
o el chavismo. Los juicios sobre las experiencias "populistas" suelen ser
ahistóricos, normativos y no reconocen el potencial de cambio del "populismo"
en Latinoamérica.
El término "populismo" es recurrente en el debate político
actual, ya que se identifica con él a algunos movimientos centrales en la
América Latina de la última década, en particular el kirchnerismo y el
chavismo. El concepto es polisémico: por un lado define fenómenos políticos
concretos, como el populismo ruso y estadounidense de fines del siglo XIX o los
movimientos latinoamericanos de las décadas de 1930, 1940 y 1950 como el
varguismo, el cardenismo, el peronismo y para algunos también el APRA peruano y
el liberalismo colombiano de Gaitán (aunque no llegaran al poder); es decir,
configuraciones políticas que no eran fáciles de encasillar en la disputa
izquierda-derecha de esos años. En Europa el populismo se asoció más con
opciones políticas de derecha y extrema derecha. Pero al mismo tiempo, como
marcó Ernesto Laclau -teórico político pero primero formado como historiador-
en La razón populista (2005), el término se utiliza para intentar explicar algo
constitutivo de esos movimientos en sus formas de hacer política y de
concebirla. En realidad, "populismo" se ha usado para tantas cosas que podría
argumentarse que ha dejado de ser útil. Pero aquí propongo tomarlo como válido
para pensar por qué se lo critica tanto en el plano local.
En las últimas décadas, la mayoría de los analistas -en
particular los historiadores- que se ocupan del peronismo evita atacarlo
abiertamente, adjetivarlo sin mesura, evitando así la acusación de "gorilismo".
Pero hostigar al populismo está legitimado, sobre todo porque cierto sentido
común extendido en espacios académicos europeos, estadounidenses y también
latinoamericanos lo estigmatiza como algo esencialmente malo frente a la
democracia liberal plena, aislándolo de su contexto de desarrollo y pensándolo
ahistóricamente. Se lo hace, en general, desde una concepción normativista: el
populismo sería una desviación de un modelo institucional ideal cuya correcta
aplicación llevaría al progreso (el hecho de que países de la región que se
acercan más a ese modelo institucionalista deseado, como por ejemplo Uruguay,
no hayan encontrado un camino veloz al desarrollo no parece corroer esa sólida
certeza). A veces los análisis tienen un enfoque "teológico"
Simultáneamente, hay ciertas operaciones que no dejan de
asombrar, como cuando el historiador Federico Finchelstein aclaró hace unos
días que populismo no es fascismo, en una distinción nada ingenua ya que el
solo plantearla produce un parentesco, que en el caso latinoamericano actual no
parece pertinente. Por ejemplo, el chavismo venezolano, aunque autoritario para
el autor, no sería fascista; de acuerdo, pero ¿no debería también preocuparse
por desligar del fascismo a aquellos que hicieron un golpe de estado contra
Chávez, buscando remover por la fuerza al presidente elegido democráticamente?
¿Ese sector era "institucionalista"? ¿Lo han sido y son todos los que se oponen
al peronismo en Argentina? Otro historiador, Luis Alberto Romero, llamó a no
abusar del término populismo, con el que se quiere "explicar de un plumazo un
mundo que va de Mussolini a Perón y de Chávez a Jean-Marie Le Pen". Aunque
invita a matizarlo, repite el problema: fuerza la comparación emparentando
experiencias que en América Latina están en la centroizquierda -y son
fustigadas en buena medida desde la derecha- con experiencias que se ubicaron a
la extrema derecha en Europa.
La condena al populismo esconde otra cuestión. En una
entrevista reciente, Carlos Pagni -cuya formación también es de historiador-
expresó: "lo primero que debería pasar como algo virtuoso" en el país, "es una
dinámica de reconstrucción de un sistema de partidos competitivo (...) que el que
está afuera tenga una voz suficientemente fuerte porque puede llegar a
gobernar". Pocos se opondrían a tal afirmación. Pero hay un inconveniente: en
sociedades tremendamente desiguales como la argentina, una democracia "a la
estadounidense" -bipartidista y con márgenes parejos de preferencia electoral
que agradarían a Pagni- podría llevar a la conservación eterna del statu quo, a
la imposibilidad del cambio. La opción populista, en cambio, promueve mayorías
contundentes, única manera de que -en caso de que se vuelque hacia la
izquierda, como hizo el kirchnerismo- se pueda alterar la balanza dentro del
juego democrático para que no se beneficien solamente los más poderosos. ¿De
qué otra manera podría hacerse en una nación con semejante inequidad?
Ciertamente, con todas su asperezas, los procesos históricos
que más favorecieron a "los de abajo" a lo largo de la historia argentina -en
cuanto a reparto de la renta y a intervención en la toma de decisiones- se
vincularon con experiencias "populistas" (no con todas ellas, claro, no fue el
caso del menemismo). No solo eso, muchas reformas "liberales" que ampliaron los
derechos civiles fueron implementadas por "populismos". Su existencia tuvo
menos que ver con la benevolencia o clarividencia de líderes paternales, que
con el hecho de que una buena parte del "pueblo" encontró en ellos la forma de
expresar sus demandas y aspiraciones; apoyó, presionó y negoció. Como me
comentó hace poco un viejo peronista, ciertos historiadores se olvidan de que
los días más felices, para las clases populares, siempre fueron populistas