Desvaríos y pesadumbre de un poeta de Espenuca
jueves 20 de febrero de 2014, 23:21h
Usted sabe de sobra la decadencia en la cual estamos
inmersos. La corrupción, el desenfado, el engaño, la ambición populista, la
demencia suburbana y de la otra, los relatos oficiales, el deterioro cotidiano
y la borrachera ideológica van conformando un país con metamorfósis y fachadas
inimaginables. Hasta el hartazgo, compañero. Tahúres y fulleros en la mesa de
los contrabandistas.
En un artículo que publicó Jorge Luis Borges sobre los
poetas de Buenos Aires (1966), señala que "así como otros países, Inglaterra
por ejemplo, sueñan con el mar, asi nosotros tenemos como una nostalgia de un
tipo de vida infame y cuchillera". Sabemos que toda realidad es compleja y que
tal vez el juicio de Borges no se ajustaba a la realidad, o mejor dicho, lo
simbólico de nuestra identidad quizá no sea precisamente esa. Pero no está del
todo equivocado, no estaba del todo equivocado. Desde la época de nuestras
luchas intestinas hay algo de perversión, de sangre en cada movimiento, en cada
acto. Nuestro primer cuento, El matadero de Esteban Echevrría, nos muestra
violación, tortura e intolerancia. En nuestros días lo vemos en las barras bravas, en las escenas de la vida
cotidiana, en el ocio represivo de las vacaciones, en ciertas mitologías que tienen relación con
lo más bajo de nuestro ser nacional.
Los echaban. A los que no llevaban luto los echaban. Era
obligatorio llevarlo. Mi padre no me lo puso. "Vas a ir a la escuela sin luto".
Yo tenía seis o siete años; sabía por las conversaciones en voz baja de mi familia, que algo no andaba bien,
"que los pesquisas", "que la demagogia", "que la delación", "que la cárcel". Mi
padre dijo: "No usé luto por mi madre ni por mi padre". Don Manuel era ateo,
contestario. Creo que la poesía viene de ese mundo. Mi madre configuró lo suyo
con su ternura y su silencio, seguro. El resto vino con el aire y la nostalgia.
Años después
comprendí mi infancia gracias a los autores italianos de postguerra. Moravia,
Pratolini, Pasolini, Pavese, me llenaron los ojos de imágenes y de ideología.
Luego vendría Visconti, De Sica, Rossellini... ellos me llenaron el corazón de
pasión y de poesía. El cine y la literatura fueron conformando mi espíritu.
Eran seres cercanos a mis sentimientos, a mi entorno. Hombres y mujeres que
solía ver por las calles de mi ciudad, en los viejos mercados, en las plazas
del barrio, en el café del tío Pedro. Por supuesto que ya sabía de Pérez Galdós
y de Emilia Pardo Bazán.
Voces, hay voces que me llegan desde lo literario. Adulón es
una de ellas. Otras. Comparsa, mascarada, petulante, ominoso, locuaz, lealtades
inconfesables, obsecuente. Una más: carnestolenda. Son vocablos que no se
relacionan con lo poético, que se vinculan con otros temas. Voces que me
acompañan desde hace siglos, voces que escucho en sueños, en hospitales, en
fábricas, en embajadas, en programas televisivos. Carl Jung escribió que "...la
naturaleza aspira a expresarse, agotando sus posibilidades. El hombre, igual."
(Hoy escuché por radio un reportaje a una profesora de
literatura. Contaba que los alumnos no podían leer libros, que les era
imposible en cuarto año leer una página de Don Quijote. Querían analizar textos
de la cumbia villera. La profesora estaba desesperada. El periodista dijo con
firmeza: "Bueno, bueno, ni una cosa ni la otra".)
Cuando una estatua que personifica a un dios es tocada por
la palabra cobra vida. Genera un mundo metafísico, una metamorfosis que opera
sobre el tiempo cronológico. El individuo no es sólo el resultado de un proceso
histórico. El individuo es un ser polifacético. (¿Qué miente la historia, el
Poder, la familia? ¿Qué ocultan en cada acto mis palabras, mis sueños, mis
miradas? ¿Qué oculta cada lector, cada uno de nosotros?) Lo romántico contamina
la crónica, la historia; distorsiona los hechos. Me sigue entusiasmando el
vuelo del pájaro, las olas del mar, el silencio.
En todo soliloquio hay facetas múltiples, a veces
contradictorias. Uno se muestra, mostrándose, compartiéndose. Eligiendo el
riesgo permanente de buscarse a sí mismo, trascenderse sin diluirse en la
abstracción. Hay un ámbito donde la inmediatez del hablar y la reflexión
necesaria para hacer genuino ese hablar llegan a un acorde sostenido. "Escribo
sobre el mar y el desierto", señalo Albert Camus. Son varias las lecturas de
ese testimonio. El resto son síntomas de infantilismo y soberbia.
Cada día que pasa el aire esta más contaminado. Por
discursos, robos, crímenes, murgas y
comparsas edictos y proclamas, villas y pañuelos, limosnas y vagancia. Entre el bombo y la imbecilidad. Usted sabe,
caro lector, usted sabe.
Carlos Penelas
Buenos Aires, febrero de 2014