martes 12 de noviembre de 2013, 01:12h
Escalofríos. Es lo que produce la marcha de las variables económicas.
"Caen las reservas", "sube la
inflación", "crecen los subsidios", "aumenta el déficit público", "se agiganta
la deuda intra-estado", son titulares que enmarcan experiencias concretas de la
vida cotidiana: el tomate a cincuenta pesos, el pan a treinta o las prepagas,
todavía sin digerirse el último aumento, ya anunciando un adicional en
diciembre son apenas algunos testimonios. Los lácteos en precios récord al
consumidor y aun así inconsistentes para los productores, al igual que la carne
que sigue liquidando sus "fábricas", las vacas-vientres... mientras estamos al
borde de... ¡importar trigo! Nuestros costos industriales no permiten exportar, y
lo que vende el campo no alcanza ya para financiar las importaciones que
necesitan las fábricas.
Los sueldos fijos quedaron establecidos por
un año entre marzo y julio, y en ese nivel se mantendrán hasta mediados del año
próximo, mientras el dólar "blue" sigue raudo su alza por encima de los 10
pesos, el oficial sufre la mayor devaluación diaria en diez años y la inflación
real bordea el 30 % anualizado. Un crudo ajuste ortodoxo, inútil porque se
desperdicia con ineficiencia y corrupción lo que se logra con la caída de
salarios y actividad.
¿Es
éste un escenario de derrumbe?
Está claro que este "modelo" no es
sustentable, ni alimenta el crecimiento. Pero también que el país todavía tiene
margen para un nuevo mega-endeudamiento externo, para liquidar reservas (entre
ellas, las geológicas) y más riquezas privadas o provocar mayor inflación. Esta
gestión todavía puede hacer más daño.
Queda
"resto". No para crecer, pero sí para seguir languideciendo y
decayendo. Una letanía de mediocridad liderada por la presidenta y sostenida
por una vocinglería inconsistente de pícaros aplaudidores es potenciada por la
ausencia de lucidez opositora, cuyas voces -salvo valiosas excepciones- son
condicionadas por el temor a la verdad y sus eventuales efectos ante el
adormecido sentido común de la mayoría.
La inflación
-al igual que su gemelo, la elefantiasis pública- tiene su lado simpático. Como
un velo semiopaco oculta a medias la realidad, mientras como un narcótico
aletarga el razonamiento y dificulta la comprensión.
Los ciudadanos incrementan su embotamiento al no contar con
los argumentos que en una democracia madura debieran esperar de una oposición
sensata, que prefiere aguardar a que el proceso alcance sus límites objetivos.
La deuda pública ya superó los USD 200.000 millones, 30 %
mayor a la que provocó la crisis del 2001. El drenaje diario de reservas
recuerda el ritmo de la guerra de Malvinas, pero sin ninguna guerra en curso.
El PBI "per cápita" es una incógnita por la manipulación de las cifras, aunque
en términos reales da la sensación de ser igual o inferior a hace diez años. El
déficit público es espeluznante, alcanzando ya el 5 % del PBI
"oficial" -en el 2001 era del 3 % del real-. El deterioro de la
infraestructura está en un nivel que supera el de los años 80. No habíamos
tenido un déficit energético como el actual desde hace más de medio siglo. Y
todos esos números se encuentran en una tendencia creciente, sostenidos por la
vieja receta de disimularla con la fabricación de moneda sin respaldo.
Frente a problemas como éstos, los alemanes, por ejemplo,
estarían hablando de la necesidad de una "gran coalición". Por nuestros pagos
lo ha dicho Sebrelli: hace falta "una gran coalición de coaliciones",
coordinando los esfuerzos de izquierdas y derechas. En cambio, se siguen
juntando porotitos en un lado o en otro, sin advertir la dimensión de las
tareas. Para gambetear el derrumbe y seguir languideciendo -hoy y después-
afortunadamente tal vez alcance. Para un gran cambio, seguiremos lejos.
El país soporta todo eso, aunque a costa de tensar su convivencia,
amesetar su devenir y disipar sus ilusiones. Puede hacerlo, porque en la base
existe una capacidad productiva primaria que debemos a la providencia y la tenacidad de nuestros productores, y a
precios internacionales 400 % superiores al 2001, que además estimulan la mayor
producción (150 % más que entonces). Mientras no aparezca algún cambio abrupto
-como una caída del precio de los productos de exportación- no habrá derrumbe,
sino letanías recicladas por una decadencia interminable.
Lo que sí se siente es la abrumadora sensación de tiempo
perdido y de oportunidades desaprovechadas. De eso, por supuesto, es principal
responsable el gobierno. Pero no es el único. El país -empresarios, gremios,
periodistas, políticos, intelectuales, cada uno en su campo- debiera asumir su
obligación ciudadana de mejorar el debate público, precisar el diagnóstico,
acordar la alternativa y trabajar por ella, superando ideologismos y mostrando
capacidad de articular consensos nacionales para hablar de los verdaderos
problemas. Y enfrentarlos.
Ricardo Lafferriere