viernes 27 de septiembre de 2013, 20:58h
La irrupción de Sergio Massa como una alternativa política
nacida del kirchnerismo, pero que se invoca novedosa, sugiere un análisis de
las continuidades y las rupturas que mantiene con su espacio de origen.
Como
lo hemos adelantado en un par de notas anteriores, nuestra mirada tiene dos
enfoques. El primero está vinculado a lo que hemos dado en llamar "el
escenario", o sea el espacio que contiene las pugnas públicas efectuadas por
los protagonistas del poder y el segundo a sus propuestas de fondo para el
país.
El massismo reproduce en su seno similares contradicciones a
las que se han expresado y se expresan en las fuerzas de representación
política mayoritarias y con vocación de gobierno.
Hay en su seno tanto exponentes
del viejo populismo como actores decisivos de un país democrático y moderno.
Incluye tanto a defensores de una economía autárquica fuera de época como a
impulsores de un cambio modernizador que vincule a nuestro país con el mundo en
forma virtuosa.
En su
morfología es innegable la predominancia de viejas estructuras clientelares del
conurbano junto a alternativas más vinculadas a la vertiente
democrática-republicana. Incluye dirigentes de origen progresista y moderado,
obreros y ruralistas, sindicalistas y empresarios "protegidos" pero también la
fuerte expectativa de los "condenados de Moreno", aquellos que imbrican al país
con el mundo a través del comercio.
¿Es
esto malo? No parece. Cualquier frente de gobierno debe contener una pluralidad
similar.
Si
esas diferentes expresiones de la sociedad se acercaran a conformar una
propuesta clara, en negro sobre blanco, sobre la etapa que viene y el rumbo
perseguido, su aporte sería trascendente.
Esa
tarea en forma ideal debiera realizarla un partido político a través de
mecanismos de participación y debate, de formas democráticas de toma de
decisiones y de objetivos definidos que le den previsibilidad a una gestión. En
cambio, el massismo se asemeja más a un "amuchamiento" -Raúl Alfonsín en su
momento lo hubiera calificado como "trato pampa"- de quienes, ante la
percepción de cambio de humor en la sociedad, corren para "no quedar afuera" en
los nuevos tiempos que parecen iniciarse.
El
hartazgo social con las formas kirchneristas le agrega un componente de "voto
útil", utilizado por quienes buscan cualquier camino para sacarse de encima lo
que ya les resulta insoportable. Y aún con su circunstancialidad, seguramente
ese apoyo ayude en la recuperación de un mínimo de respeto ciudadano, de formas
democráticas y de reconstrucción institucional.
Pero
eso no alcanza, y sus límites se presentarán pronto.
Y aquí
llegamos al otro enfoque, al del país real, con sus potencialidades y
limitaciones.
No
pareciera haber conciencia, ni en los actores que se amuchan ni en el "líder"
en gestación -al menos, no aún, para otorgar el beneficio de la duda- que no
sólo se ha agotado un estilo político autoritario sino también una forma de
funcionamiento económico y social, impotente ya para proyectarse en el tiempo.
Se ha
agotado el mecanismo de construir poder extrayendo recursos de los sectores
productivos para financiar con ellos una estructura clientelar, indiferente a
la creación de riqueza genuina.
No hay
más -al menos, conservando una mínima formalidad democrática- reservas que
arrebatar, recursos de los que apropiarse, mega-riquezas que confiscar,
acreedores a los que burlar ni cajas que saquear.
La contracara es que, sin recursos, no se puede construir
poder clientelar.
Quienes siguen la economía nacional sostienen, además, que
para poner al país nuevamente en marcha es necesario incrementar en un 50 % la
tasa de inversión (del 20 % actual, al 30 %). Un PBI, en diez años...
Y para ponerlo en
carrera, la inversión debiera ser aún mayor, tal vez un PBI y medio. "Ponerlo
en marcha" significa sólo recuperar la modesta tasa de crecimiento histórico,
resignados a participar de un pelotón de segundo nivel en América Latina.
"Ponerlo en carrera" significa decidir dar un gran salto adelante en
tecnología, educación, infraestructura, calidad de vida, presencia
internacional y prestigio.
Ninguna de ambas alternativas está al alcance de una visión
que sólo reproduzca, con más amabilidad, la alianza social actual del
kirchnerismo que, en última instancia, no representa otra cosa que los
empresarios prebendarios, sindicalistas y dirigentes de la vieja corporación
burocrática bonaerense, con presencia y vínculos en diferentes fuerzas
políticas.
El massismo, por ahora, no está dando muestras de superar
este mecanismo ni esta visión. Sus principales emergentes no auguran cambios
sustanciales. Podría contestarse que aún no ha definido su línea, y es cierto.
Hasta que ello ocurra, las dudas subsisten.
En todo caso, corre con la ventaja que la alternativa de
cambio tampoco se expresa en fuerzas competidoras, que expresan historias y
actitudes más democráticas, pero que -al igual que el massismo- no las
trascienden hacia el cambio estructural del sistema y en algunos casos, atrasan
aún más.
El fin de ciclo en el que estamos ingresando no ofrece
entonces, por ahora, otra cosa que un mejoramiento institucional. Cierto que
abrirá las puertas de un debate nacional sobre el futuro, hoy cerrado por la
intolerancia y el maniqueísmo, y eso no es poco. Pero tenerlo en claro ayudará
a comprender sus límites y su necesaria circunstancialidad, para no
entusiasmarse en inexorables próximas frustraciones.
Ricardo Lafferriere