martes 16 de abril de 2013, 19:00h
En un país donde se postuló que los jóvenes eran el futuro
de la nación para luego enviarlos a la guerra, torturarlos en los centros
clandestinos o engrosar las filas de desempleados, que se los convoque a una de
las tantas formas de participación política que reconoce la democracia
representa todo un avance en nuestra cultura política.
Entre tantos desafíos que dejaba tras su tendal la crisis
del 2001, se encontraba la reconstrucción del sistema político y la
representación política. En tanto intérprete destacado de la crisis, el
kirchnerismo operó fuertes transformaciones en el plano del "representante" y
la célebre frase de Néstor Kirchner según la cual no iba a dejar sus
convicciones en la puerta de la Casa Rosada, implicó un punto bisagra que define
el horizonte de la política de nuestros días: a partir de allí, "representante"
es aquel que es capaz del compromiso que supone tamaña promesa. Las demás
alternativas que han querido disputar o instituirse como opción de relevo a
esta modo de interpretar la representación política -el "representante" como
aquel que vendría a componer entre las partes "crispadas" o, en su versión
anti-política, como aquel que se parece más a la "gente" y menos a la "clase
política"- tienen asidero en distintos grupos sociales, pero no han logrado aún
imponerse a la definición de Néstor Kirchner.
Sin embargo, en la última década también se dieron
transformaciones en la forma de pensar al "representado" produciendo fuertes
intervenciones en el concepto de ciudadanía, ya sea para recuperar la dimensión
social del concepto a través de medidas como la AUH, para reconocer derechos de
las minorías, como con la Ley de Matrimonio Igualitario, o trascendiendo la
idea de que la ciudadanía se reduce a la figura del "elector", a partir de la
emergencia y desarrollo de organizaciones sociales que articulan la
participación política de diversos sectores. Pero también han surgido cambios
en la figura misma del elector y la ley que introdujo el voto a partir de los
16 años es en este sentido la más importante.
En efecto, la sanción de la Ley de Ciudadanía Argentina
incorpora como deber cívico el voto de los ciudadanos de 16 y 17 años (aunque,
como a los mayores de 70 años, los exceptúa de ser sancionados en caso de no
emitir su voto). Por al amplio conjunto de votantes que involucra, se trata de
la mayor ampliación de derechos electorales desde la sanción del voto femenino
(1947).
Según Artemio López, "con la inclusión de los
ciudadanos de 16 y 17 años, se agregarían 2,1 millones de personas al padrón,
de las cuales votarían 1,4 millón -manteniendo el ausentismo promedio [de la
elección 2011, que apenas superó el 20%]". Pero aún si la participación de esta
franja se redujera a la mitad del promedio de participación de la elección de
2011, estaríamos ante un padrón capaz de superar el número de votantes de
muchos distritos electorales.
No se sabe ciertamente quiénes, de esta franja etaria que
difícilmente pueda concebirse de manera homogénea, optarán por votar en las
elecciones 2013. Una encuesta de Ministerio de Educación, sin embargo, arroja
algunos indicios interesantes. Ante la pregunta "¿Te gustaría poder votar?",
planteada a jóvenes de 11 a 17 años, el 54% respondió "sí", el 34% "no" y un
12% "no sé". Acotando la franja de 15 a 17 años, el 55% dijo
"sí". Si se hace el corte por regiones, los índices más altos
aparecen en el Noroeste, donde por el 'sí' se pronunció el 62 % (y el 30% por
el "no"), mientras que en el Noreste, el 76% se manifestó
afirmativamente y el 13% dijo "no". Lo más interesante es que según
los resultados de la encuesta, los jóvenes de las clases de menores ingresos
quieren votar en mayor proporción que los de las clases altas y medias.
Los efectos de la Ley no se reducen al sistema político,
sino también a otras esferas, ya que, entre otras discusiones, la medida obliga
a repensar las instancias de formación ciudadana sin que pueda reducirse dicha
problemática a la reforma de ciertos trayectos curriculares dentro del sistema
educativo. Asimismo, insta a plantear políticas específicas para el sector,
entre la que se destaca la problemática del acceso al primer trabajo, para que
no se produzca un desfasaje entre la integración política y la integración
social.
Desde una perspectiva que tome en cuenta fenómenos
culturales complejos, valdría la pena atender cómo incidirá el voto a los 16
años, una medida que valida la perspectiva de los jóvenes, en un contexto
social donde se sobrevalora la "juventud" -como lo prueba el éxito de
mercancías que prometen conservarla- pero se estigmatiza de diversos modos a
los jóvenes.
De este modo, para una franja social considerada hasta no
hace mucho tiempo "desencantada", el voto a los 16 promueve como
objetivo de mínima la libertad de decidir la representación política. En un
país donde se postuló que los jóvenes eran el futuro de la nación para luego
enviarlos a la guerra, torturarlos en los centros clandestinos de represión o
para engrosar las filas de desempleados, que se los convoque a una de las
tantas formas de participación política que reconoce la democracia -el voto- ,
representa todo un avance en nuestra cultura política.
No sólo porque se trata de una ampliación de derechos, sino
también porque los interpela como sujetos responsables y capaces de un
pronunciamiento político ante cuestiones tan importantes como las que hoy se
discuten en Argentina: la elección directa de quienes seleccionan y controlan
el desempeño de los jueces, las responsabilidades políticas por las recientes
inundaciones o el modo en que se debe elaborar una respuesta política ante las
amenazas de un sector socioeconómico que legitima violar las normas para que,
en la hipótesis más benevolente, se modifique el tipo de cambio.