Papa argentino: Un equilibrista
domingo 17 de marzo de 2013, 16:19h
Ante la situación crítica que atraviesa el catolicismo,
cuesta creer que la designación de Francisco tenga como horizonte prioritario
la intervención directa de la Iglesia en la política suramericana o en la
propia Argentina.
En uno de los tantos fotomontajes que circularon esta semana
por la web, la imagen de Maradona ocupaba el centro de la escena con la
inscripción "El Padre". A la izquierda, debajo, la imagen de Messi: "El Hijo".
"El espíritu santo" se leía hacia el costado inferior derecho, acompañando la
imagen de Jorge Bergoglio, ahora Francisco para la comunidad católica. La
sagrada trinidad nacional quedaba así resuelta y el Uno argentino tenía su
trinitaria traducción: varón, futbolero y católico.
Lo que el fotomontaje expresaba con sorna -y algo de
herejía, porque Maradona estaba en el centro- otros actores lo expresaron con
mayor seriedad: un importante arco de reacciones que se suscitaron en nuestro
país en torno a la designación de Bergoglio pareció moverse sobre la idea de
que dicha decisión tenía un destinatario privilegiado: la política argentina.
Por un lado, la oposición, que hace rato reza por la
aparición de un agente externo capaz de disimular sus propios problemas
políticos, festejó la noticia como un regalo de Dios. La esperanza es que el
Papa consiga como Francisco lo que no pudo conseguir como Bergoglio: articular
con éxito una alternativa política al kirchnerismo, detener transformaciones
decisivas en la sociedad y asegurarle a la Iglesia católica el rol de
intelectual orgánico destinado a establecer, bajo su tutela ideológica, un nexo
político entre las clases populares y los sectores dominantes.
Dentro del campo nacional y popular, una franja importante
también se movió bajo este suelo interpretativo aunque proyectando la política
argentina a Suramérica. Así, se pronosticó la consagración de Francisco como la
carta jugada por la Iglesia para contener los procesos de transformaciones
históricas que tienen lugar en el continente. Según esta lectura, Francisco
vendría a repetir en el presente un papel análogo al que tuvo Juan Pablo II con
la crisis de la URSS. Este pronóstico sombrío se recorta sobre la base de
algunos tramos no menos sombríos de la trayectoria política de Bergoglio en la
Argentina.
Vaticinar cuáles serán las directrices políticas que asumirá
el nuevo Papado no es una tarea sencilla. Pero hay razones de peso para pensar
que esta designación puede comprenderse mejor en el marco de la política
interna del Vaticano antes que en el de la política argentina y suramericana.
En la actualidad, la Iglesia se enfrenta con problemas cuya
gravedad son indisimulables y que forzaron la renuncia del alemán Josef
Ratzinger. Enumeremos: la pérdida sostenida de fieles, por la cual el
catolicismo ha dejado de ser la religión con más seguidores en el mundo; la
marcada dificultad para reclutar nuevos cuadros, agravada por los serios
escándalos suscitados por la vocación pederasta de un número demasiado nutrido
de sacerdotes, cuyos comportamientos han sido más bien encubiertos que
castigados por la institución; las feroces internas que recorren la política
vaticana, que parecen resistir cualquier intento por reencauzarlas dentro de
parámetros que no desafíen su propia credibilidad pública; y, finalmente, la
imposibilidad de adecuar las finanzas del Banco del Vaticano no sólo a las
reglas divinas, sino también a las humanas, completan un cuadro de crisis
aguda.
Ante tamaño cuadro crítico, cuesta creer que la designación
de Francisco tenga como horizonte prioritario la intervención directa de la
Iglesia en la política suramericana o en la propia Argentina. Si ese fuera el
caso, cabría preguntarse cómo haría una institución que no puede garantizar la
lealtad de su mayordomo para contener un proceso político que durante más de
diez años ha sorteado en el continente fuertes oposiciones.
Asimismo, hay razones para sostener que la designación de
Bergoglio es menos un guiño para Argentina que una señal para Europa. Para
comprender este punto hay que tener en cuenta cuáles eran las opciones a
disposición para el nombramiento del nuevo papa. Dos cardenales aparecían como
favoritos para suceder a Ratzinger: Angelo Scola, arzobispo de Milán y
candidato por el ala reformista, y el brasileño Odilo Scherer, promovido por
los más conservadores. Mientras el arzobispo de San Pablo se agenciaba la
ventaja de liderar la diócesis con mayor cantidad de fieles del mundo (tras
haber desplazado justamente a los franciscanos, quienes habían dominado la
escena católica brasilera hasta la llegada de Juan Pablo II a Roma y de cuyas
filas salió una de las líneas fundadoras del Partido de los Trabajadores), el
candidato italiano, Angelo Scola, era el señalado por Benedicto XVI pero su
mayor desventaja consistía justamente en su filiación italiana y sus fuertes
compromisos con las jerarquías vaticanas.
En este contexto, la consagración de Bergoglio supone una
elección por el ala "reformista" (entendiendo aquí por "reforma" un intento de
reencauzamiento institucional de la crisis y no una revolución doctrinaria)
pero que es confiada a un actor que no proviene de las entrañas en las que se
han incubado los escándalos, es decir, el corazón del Vaticano. Lejos de toda
interpretación que coloque a la Argentina en el centro de lo que se estaba
discutiendo, Bergoglio pareció comprender mejor que nadie este aspecto cuando
en sus primeras palabras ante la muchedumbre señaló que los cardenales habían
ido a buscar al "fin del mundo" un obispo para Roma.
El hecho de que los cardenales hayan preferido encontrarlo en
estas tierras, y no en el arzobispado de San Pablo, no sólo revela una voluntad
por interrumpir la línea ultraconservadora representada por Scherer, quien con
sus 63 años prometía un papado mucho más extenso que el que promete Bergoglio
con sus 76; también da cuenta de que la iglesia conserva algunos reflejos
intactos aún en momentos críticos: es esperable que la elección de quien ha
sido un opositor a veces tenaz, a veces moderado, del gobierno argentino,
genere menos zozobra justamente al interior de la política suramericana que la
opción por un cura opositor al gobierno de un país todavía más poderoso que
Argentina: Brasil.
Asimismo, la designación de Bergoglio corona la trayectoria
política de un verdadero equilibrista. Su figura no representa al ala
ultraconservadora de la Iglesia pero doctrinariamente no ha desmentido ninguno
de sus presupuestos teológicos, como lo prueban sus expresiones durante el
tratamiento de la Ley del matrimonio igualitario. Durante la dictadura, no ha
bendecido a los torturadores pero su conducta está lejos de ser intachable. En
esta última década, la Iglesia que condujo se alineó con los sectores
dominantes, como durante el conflicto por la Resolución 125, y, al mismo
tiempo, como arzobispo no ahorró gestos de suma caridad cristiana con las
víctimas de Cromañón, los ex combatientes de Malvinas y los sectores más
humildes de la Ciudad de Buenos Aires. Pero su mejor maniobra como equilibrista
la realizó hace pocos días cuando torció a su favor la elección que lo condujo
al Vaticano.
A su vez esta designación muestra que la Iglesia ha decidido
que es tiempo de políticos capaces de propagar un mensaje moral reparador
("Repara mi Iglesia" fueron las palabras de Jesús a San Francisco) y no de
teólogos doctrinarios como Ratzinger.
Aunque no haya sido la destinataria privilegiada de su
designación, el papado de Bergoglio tendrá consecuencias en la política
argentina: cada uno de sus actos será entendido como un aval o una amonestación
para tal o cual actor político. Sin embargo, la eficacia política de estos
actos y estas traducciones dependerá en gran medida del éxito que Bergoglio
consiga en la ardua tarea que le espera en el Vaticano.
Asimismo, otra consecuencia posible en el plano interno
podría ser que la alegría que hoy embarga a multitudes de católicos se vea
eclipsada por el hecho de que la asunción de Francisco habilite y potencie una
visión que anida en ciertas elites católicas: la idea de que la Argentina es
una nación esencialmente definida por la Cruz, la Familia y la Propiedad.
Finalmente, aunque la política local no haya sido la
destinataria principal de su designación, la asunción de Francisco viene a
recordar a muchos opositores que la Argentina no está "aislada del mundo". De
hecho, cuando el lunes en el Vaticano se reencuentren Cristina y Bergoglio, la
escena ofrecerá al mundo una imagen impensada una década atrás. Cristina llega
a ese encuentro como líder de un proyecto político que hace diez años se revela
en el plano internacional como una alternativa de cambio a la hegemonía
neoliberal. A Bergoglio, en cambio, le espera una difícil tarea en Vaticano
para demostrar, como Francisco, si es capaz, y si desea, constituirse en una
verdadera alternativa de cambio para la aún nutrida y diversa comunidad
católica mundial.