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Por Dios, ¿es tan difícil de entender?

Por Dios, ¿es tan difícil de entender?

Por Ricardo Lafferriere
sábado 10 de noviembre de 2012, 16:07h
Las reacciones del oficialismo ante la marcha de ayer siguen convocando al esfuerzo interpretativo más cercano a la siquiatría que al análisis político.
 
Se trata, en realidad, de personas con experiencia política, con años de interpretar la opinión pública y de organizar campañas, candidaturas, grupos internos, luchas partidarias, en síntesis, de la dinámica propia del escenario público.
 
Es poco comprensible, entonces, la persistencia en la negación del mensaje que reiteradamente viene expresando la ciudadanía sobre su relación con en gobierno, en cantidades cada vez más numerosas de manifestantes.
 
"No se entiende muy bien qué es lo que quieren", acaba de expresar el senador Aníbal Fernández, figura destacada del oficialismo que acompañó el gobierno kirchnerista desde 2003 en funciones ministeriales de alta jerarquía. "Son clases medias sin sectores populares", dijo en su nota periodística el intelectual  Horacio González, conspicuo miembro de Carta Abierta y director de la Biblioteca Nacional. "Un fracaso en la convocatoria de la oligarquía", agregaba el inefable D'Elía al reducir el reclamo a "apenas 50.000 personas". Ricardo Forster sentenciaba, por último, como un dejo de indiferencia, que "está claro que no tienen referentes".
 
Con posterioridad a la marcha de setiembre, había sido el Jefe de Gabinete el encargado de transmitir la desorientación oficial: descalificó a la marcha porque sus concurrentes "no habían siquiera pisado el pasto" en las plazas, y porque estaban "correctamente vestidos". Similar comentario había formulado la Sra. Estela Carlotto, vocera paradigmática -aunque oficiosa- del pensamiento presidencial.
 
Desde esta columna hemos insistido repetidas veces en el contenido democrático y republicano de las demandas, que el oficialismo obsesivamente pretende convertir en un reclamo de políticas puntuales. Nuestra visión está cada vez más clara: lo que cientos de miles -o un par de millones, según las fuentes- de ciudadanos en todo el país reclaman es democracia republicana.
 
No es tan complicado, salvo para siguen pretendiendo reducir la democracia al acto electoral y derivan de él la idea de que se le ha delegado al gobierno la suma del poder público.
 
Por el contrario, la democracia es un sistema articulado de competencias y jurisdicciones, de atribuciones y límites, destinados a gestionar con eficacia los temas públicos garantizando, a su vez, la libertad y los derechos de los ciudadanos.
 
Éstos, los ciudadanos, son los que se han movilizado. Simpatizan con diferentes partidos porque tienen diferentes formas de mirar la convivencia y distintas ideas -hasta filosóficas- sobre el mundo y la vida. Pero coinciden en que el camino de la convivencia debe contar con normas, con reglas de juego, surgidas por los procedimientos establecidos en la Constitución y las leyes.
 
Muchos de ellos, incluso -tal vez los más- no tienen lealtades permanentes con ninguna fuerza política ni candidato, y se han expresado en su rol mayor de ciudadanos, es decir, de depositarios y titulares últimos de la soberanía política del país, muy por encima de partidos, gremios o grupos de interés. Son, si se quiere, parte del "poder constituyente" de la nación.
 
La concentración de los reclamos en la presidenta no es gratuita: ella es la que repetidas veces martilla, a través de la cadena nacional, una concepción autoritaria y absolutista del poder. Reclama para sí todos los poderes, pero reniega cuando se le piden resultados en seguridad, en infraestructura, en persecución a la corrupción, en los límites a los carteles de droga, en la soberbia de sus funcionarios -y de ella misma- en el trato con los ciudadanos, en la conversión de la oficina recaudatoria de impuestos en un comisariato político perseguidor de opositores, en los intentos sistemáticos de disciplinamiento y utilización política de la justicia o en los límites a la libertad de expresión.
 
Nadie puede gobernar un país en soledad. Hoy por hoy, ni siquiera un kiosco puede ser atendido por una sola persona. La legendaria -y patética-  advertencia atribuida al Secretario General de la Presidencia a quienes están a punto de entrevistar a Cristina Fernández ("A la Presidenta no se le habla, se la escucha"...) indica que cuando esa soledad está potenciada por el aislamiento, es materialmente imposible que una gestión funcione. Es lo que está ocurriendo.
 
Entienda, entonces, el gobierno: no hay en los reclamos unanimidad sobre cada aspecto mencionado por quienes concurrieron. Hay exigencia de vigencia constitucional, es decir, de una forma racional, seria y articulada, de enfrentar y resolver los problemas de la hora.
 
El otro camino, el del populismo autoritario, ha demostrado su impotencia y nos dejarán u país sustancialmente peor que el que nos quedó luego de la crisis del 2002, donde a pesar de los problemas financieros había un país entero, sea en su infraestructura, en la potencialidad de su campo, en la disposición de sus industrias para mover las máquinas  como en la fuerza de sus trabajadores, inversores y emprendedores.
 
El populismo nos legará un país sin trenes, sin energía, sin petróleo, sin educación, sin salud pública y con obras sociales vaciadas, sin stock ganadero, sin reservas en divisas y sin fondos previsionales. Un país empobrecido, estancado y desarticulado.
 
Esa herencia, que deberá recibir la democracia, requerirá más que nunca consensos, acuerdos, disposición al diálogo, seriedad, respeto a la opinión diversa y solidaridad ciudadana.
 
Eso es lo que pidieron los ciudadanos en las marchas. Por Dios, ¿es tan difícil entenderlo?
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