jueves 05 de febrero de 2015, 20:10h
En los años 70, la Argentina, aislada de buena parte del
mundo occidental por la violación de los derechos humanos, recostó sus
relaciones exteriores y el comercio internacional, en un movimiento que la
dictadura creyó una genialidad estratégica, sobre la Unión Soviética.
Cuarenta años después, la Argentina, sospechada entre los
países democráticos, dueña de una colección de conflictos evitables con los
Estados vecinos, y poseedora de larga lista de demandas en la Organización
Mundial del Comercio (OMC) por medidas ilegales en la materia, cayó en el mismo
error.
Así, como en aquella época fue la Unión Soviética, por estos
años los elegidos han sido Angola, Azerbaiján, Rusia, Irán y China. Muchos de
esos acuerdos son pintorescos, porque sencillamente no tienen más efecto que el
publicitario. Otros son graves por lo que transmiten, y allí podemos inscribir
esos abrazos amistosos con Putin, tal vez el líder global más cuestionado en
estos momentos. Pero el caso de China, es especialmente grave, por lo que
muestra, por lo que esconde y por lo que proyecta.
Las causas de esta decisión tienen sorprendentes
coincidencias con aquellos acuerdos de hace 40 años. Un gobierno que niega su
aislamiento, que compra batallas ajenas y que planifica su política exterior en
base a dos variables: la necesidad -que tiene cara de hereje-, y la
ideologización -un condicionante que pone anteojeras y saca de la vista buena
parte de la realidad-.
El Gobierno, preso de la desesperación por el peso de sus
propios errores en la economía y encerrado en su ideologización inútil, fue a
China a rogar por yuanes y volvió con una parva de compromisos, ventajas
comerciales y concesiones con aroma a colonialismo que permiten a los
inversores chinos, gozar de prerrogativas a las que no pueden acceder los
capitales argentinos.
A los chinos, solo les interesa abastecerse de materias
primas, y está muy bien. El problema es que encuentran de este lado del
mostrador, en la Casa Rosada, defensores de sus mismos intereses, que con tal
de salir de la coyuntura, entregan con moño nuestros recursos naturales.
Esta es una relación perniciosa para el país. Basta mirar a
Angola y Nigeria para proyectar las consecuencias, o revisar nuestra propia
historia, para encontrarnos con lo que puede ser nuestro futuro. Nunca un
acuerdo de esta naturaleza logró equilibrar balanzas comerciales y promover el
desarrollo.
Los acuerdos con China van en el sentido contrario. Quienes
los firmaron se preocuparon más por abrir la puerta a convenios específicos por
área para que los funcionarios puedan, con total discrecionalidad, identificar
proyectos y definir los mecanismos de recepción y uso de fondos, que por
establecer beneficios para los emprendedores y trabajadores argentinos.
El acuerdo deja tres certezas. Primero, si un inversor chino
quiere venir a la Argentina, traer sus trabajadores, máquinas y procesos,
extraer minerales y volver a China sin siquiera comprar un tornillo o contratar
un obrero en el país, puede hacerlo. Segundo, si un funcionario argentino
quiere establecer convenios específicos fuera del escrutinio público, puede
hacerlo. Tercero, esto no le hace ningún bien al país. La Argentina debe formar
parte de las corrientes de la producción y el comercio mundial, pero debe
hacerlo sin afectar a inversores y trabajadores argentinos.
La economía mundial tiene vínculos cada vez más estrechos,
que desdibujan fronteras y estandarizan procesos. La estrategia de los
gobiernos atentos a los cambios en el escenario internacional implica
aprovechar esas oportunidades, diversificar sus vínculos y ampliar mercados.
Lejos de ello, el kirchnerismo nos deja otro ejemplo de
inserción desventajosa en un mundo que ofrece oportunidades para los gobiernos
capaces y hace tropezar con las mismas piedras a quienes no leen la historia ni
proyectan el futuro.