martes 16 de septiembre de 2014, 18:16h
Ya llegamos.
Como lo veníamos advirtiendo desde hace tiempo -no sólo
nosotros, sino numerosos especialistas que saben más- el rumbo económico
asumido por CK conducía inexorablemente a ésto: un gigantesco desajuste
estructural, en cuya base estuvo el fogoneo artificial de la demanda y cuyo
epifenómeno es la inflación, retroalimentada por un descomunal déficit público.
Ese desajuste, como todos, condujo al ajuste que el
kirchnerismo se resiste a reconocer y que, en consecuencia, la realidad
económica impone por su propio peso a través del proceso inflacionario también
creciente.
Los datos económicos marcan quienes no pierden con la
inflación. El único sector que muestra ganancias extraordinarias es el
financiero. En la otra cara, sufren los salarios y con ellos la producción
industrial que se retrae, arrastrando al comercio y los servicios. Los locales
cerrados, la reducción de horas extra, los despidos, la desesperación por
defender el valor del salario refugiándose en la divisa, son hechos que ya
hemos conocido en el país y que -lamentablemente- sabemos cómo terminan. Todos
son el resultado de la irresponsabilidad y de la desconfianza.
La semana pasada hablábamos del horizonte optimista de los
próximos años. Ahora, aunque sea menos entusiasmante, enfocamos el horizonte
difícil de los próximos meses. En ellos chocarán las recetas del "mejor
ajuste", frente al intento oficial de ocultarlo con medidas policiales cada vez
más amplias que profundizarán la tensión económica, social y delictiva.
Cualquier ajuste es antipático, tanto como lo fue la falsa
simpatía que llevó al desajuste. Gastar más de lo que se puede conduce, en
algún momento, a reducir los gastos para nivelar las cuentas. Lo primero es
lindo. Lo segundo es feo, pero es consecuencia de lo primero. Hoy deberíamos
poner en reflexión en tono maduro los mejores caminos para evitar innecesarios
costos sociales y volver a crecer, luego de doce meses consecutivos de caída en
la producción industrial, del comercio, de los salarios y de la recaudación
real.
En el centro del desequilibrio están las finanzas públicas.
Los caprichos van desde agregar alegremente erogaciones financiadas por emisión
sin respaldo hasta desinteresarse por la calidad de lo gastado. Son
injustificados, en esta situación, el subsidio a los que vuelan en avión a
través del déficit de Aerolíneas, el dispendio en compromisos innecesarios como
el reconocimiento de intereses punitorios en la renegociación con el Club de Paris
por la esclerosis ideológica que atrasa medio siglo de negar la intervención
del FMI, el subsidio a consumos innecesarios desmotivando la austeridad como lo
son las mega-transferencias a la energía, el transporte y demás servicios, el
festival de billetes de $ 100 por el otro capricho de no imprimir moneda de $
1000 y $ 500 -que reduciría el precio de fabricar moneda, porque cada billete
cuesta lo mismo, sea de $ 2 o de $ 1000-, los gastos ocultos en la nueva
"cadena de la felicidad" para alinear periodistas, artistas, jueces,
sindicalistas y legisladores y la vergonzosa actitud de recorrer el mundo
pasando el sombrero ante los "nuevos amigos" de costosas contrapartidas.
Este desajuste golpea más cuando la economía retrocede, ante
la enorme desconfianza producida por decisiones de escasa legalidad que han
llevado a todos a una actitud defensiva, para protegerse de los dislates
cleptocráticos de la administración.
Ahora deben ajustar. Ocultarlo es cínico y conduce a no
discutir cómo hacerlo. Reconocerlo, sin embargo, obliga a extremar la
sensibilidad y el compromiso con la gestión para evitar males mayores. Ninguna
épica prefabricada ni conflicto artificial logrará evitarlo.
Desde esta columna y sin compromisos con la política agonal
debemos decirlo. Porque una cosa es conducir ese ajuste con racionalidad y otra
es que lo imponga la realidad, como está ocurriendo, castigando inexorablemente
a los más débiles. O acercarnos a la hiperinflación...
Al ajustar, se debe optar. No coincidimos con quienes alegremente
levantan la bandera de los despidos, aun concediendo que el personal del sector
público ha crecido sin justificación de eficiencia. Un momento de recesión no
es el mejor para corregir esa distorsión. No lo es para la economía, y no lo es
para los miles de compatriotas posiblemente afectados.
Parece, sí, adecuado avanzar sobre los mega-subsidios a los
servicios. Reducirlos nos acercaría al comportamiento de un país consciente de
lo que cuestan las cosas y permitiría a los ciudadanos diseñar sus estrategias
individuales de sobrevivencia. Para cualquier compatriota, no es lo mismo
controlar al máximo el gasto en energía en su casa, optimizar el uso del agua
potable y cuidar el consumo de gas, que
carecer de ingresos porque se ha interrumpido el aporte mensual del salario. Y
los subsidios en este año prácticamente equivalen al déficit fiscal.
Se debe cancelar el subsidio para Aerolíneas, reducirse
sustancialmente los del transporte de larga distancia y rediseñarse las tarifas
de transporte de corta distancia con planes eficaces e inteligentes que no
golpeen el presupuesto de los que lo utilizan para trabajar o para concurrir a
establecimientos educativos o tarifas especiales para situaciones como
discapacitados, jubilados y pensionados. Pero deben reflejar el costo real para
el resto de los ciudadanos, porque el servicio cuesta y no es que el subsidio
vaya en la cuenta de la Divina Providencia, sino de alguien que, en el otro
extremo del circuito económico, está pagando por él.
El "Fútbol para Todos" debe financiarse con ingresos
privados. Las contrataciones públicas debieran ajustarse en su transparencia.
Informaciones que trascienden a través de empresarios y funcionarios de carrera
muestran que la opacidad -como el contrato con Chevrón, o varias obras públicas
con destino licitatorio "preacordado"- incluyen ingentes sobreprecios que
golpean sobre el gasto. No pueden continuar. No deben continuar.
Para atenuar el dramático peso del ajuste K sobre los
compatriotas más pobres y desatar la transición hacia una economía
productiva debe recurrirse al crédito
externo. Lo hace el 95 % del mundo. No hacerlo agravará duramente esa
transición, entre otras cosas porque necesitaríamos entre 10 y 15.000 millones
de dólares adicionales por año hasta el 2020 para pagar los vencimientos
externos de los canjes de Néstor y Cristina. Sin fondos externos, esos
vencimientos golpearán fuertemente aún más el salario y la actividad económica.
Aislar el país del mundo conspira contra su única
posibilidad de crecimiento, que es sobre el mercado global. Éste, su efecto
futuro, es el daño más perverso que infringe al país la estrategia de
aislamiento K y los últimos gestos de sobreactuar su incumplimiento externo. Es
una herencia calculada con cinismo, dirigida al próximo gobierno pero que
sufrirán los argentinos. El mercado interno por su dimensión no tiene
posibilidad de sostener un gran salto de crecimiento en la economía actual,
sino apenas una reactivación coyuntural.
Para conseguir financiamiento y avanzar en una imbricación
virtuosa con el mundo deben normalizarse las cuentas públicas, las relaciones
con el sistema financiero nacional e internacional y la seriedad en la
ejecución presupuestaria. El Congreso es quien debe decidir sobre el
presupuesto, los impuestos, los gastos y la deuda. No el capricho presidencial,
la irresponsabilidad adolescente cargada de un ideologismo de otra época o la
tentación de convertir en consigna de lucha una obligación judicial como la
chantada del "patria o buitres".
Llegaremos a una Argentina nuevamente en marcha. Hay
consenso sobre ésto en la mayoría de los dirigentes, de las diversas fuerzas
políticas. No falta mucho, apenas menos de un par de años. Pero hasta ese
momento, deberemos atravesar la condena que los propios argentinos nos
auto-impusimos.
Atravesar este período debiera convocar desde ya al acuerdo
entre los postulantes presidenciales con más chances, que por encima de su
divisa partidaria son "com-patriotas" de un mismo país, para atenuar el temor a
lo inmediato con la claridad de un puerto de llegada seguro que anuncie el
nuevo tiempo.
Ésto, entre otras cosas, ayudará también a atravesar la
última prueba a que nos somete el destino al fin -esperemos que irreversible-
de la administración K: un ajuste insoportable.
Ricardo Lafferriere