martes 16 de julio de 2013, 16:24h
Matar al mensajero ha sido siempre deporte muy practicado
entre los poderosos, acérrimos enemigos de la frase anglosajona según la cual
"noticia es todo aquello que alguien no quiere que se publique". Uno
de los muchos efectos perversos del 'caso Bárcenas' ha consistido, mucho más
allá de provocar las angustias de Rajoy 'et alia', en desatar una guerra mediática, en la que unos
acusan a los otros de ser cómplices del vengativo ex tesorero y los otros
acusan a los unos de complicidad para salvar al Gobierno. Mal asunto cuando los
mensajeros se matan entre sí.
Pero hay más efectos de la irrupción de prácticas
vergonzosas del pasado, que eso es, en suma, lo que parece estar desvelando,
suponiendo que todo sea cierto, ese Bárcenas que derriba las columnas del
templo. Porque es también mal asunto cuando, para salvar a un Ejecutivo, o a
unos cuantos dirigentes de un partido, se acude a las veladas acusaciones a la
Justicia, argumentando cosas tales como que determinado juez "se está
cargando la democracia" (y esto se ha dicho tanto del magistrado Ruz, que
instruye los presuntos desmanes de Bárcenas --¿y compañía?-como de la juez
Alaya, que instruye lo de los ERE andaluces). Mal, muy mal asunto cuando se
lanzan sospechas contra el fiscal general del Estado, cuando se pone en
entredicho la actuación del ministro de Justicia en materias en las que debería
ser estrictamente imparcial, o quizá por serlo.
Mal asunto cuando al Parlamento se le hurtan los debates que
más encrespan a la opinión pública. La imagen de ese Congreso de los Diputados
como envuelto y empaquetado por obras es todo un símbolo. Mal asunto, en fin,
cuando las máximas instituciones del Estado, es decir, el propio Rey, tienen
que tirar continuamente de teléfono para apagar los incendios que una clase
política torpe desencadena, mientras a la Reina la abuchean inmerecidamente en
Asturias. Y hablo ahora tanto de los silencios y escapismos de Rajoy como de
los giros de una oposición que ayer apoyaba al Ejecutivo y hoy pide contra él
cosas variadas, desde la dimisión del presidente hasta el fin de la Legislatura
y nuevas elecciones, desconcertando aún más a una ciudadanía que ya estaba
atónita, me parece. Para colmo, llega un por cierto muy digno representante del
nacionalismo catalán y ofrece apoyo a la moción de censura contra Rajoy...a
cambio de respaldo a la consulta secesionista. Pues eso: mal asunto.
En suma, resulta que el 'caso Bárcenas' está haciendo volar
en pedazos no solo la credibilidad del arquitrabe político, sino el sistema de
equilibrios de Montesquieu. El Ejecutivo anda como en fuga, el Legislativo ya
se ve (o, mejor, no se ve, cuando este miércoles va a cerrar sus puertas por
vacaciones) y al Judicial simplemente no se le respeta. Y, en cuanto al llamado
cuarto poder...
Jamás una exclusiva periodística ha sido fruto de otra cosa
que de las revelaciones de un contable que no cobra (Filesa), una amante
despechada (Juan Guerra), una sed inmoderada de venganza (Bárcenas), una
rivalidad política, un miedo indignado (Edgard Snowden) o una rivalidad
comercial. Apañados estaríamos los periodistas si exigiésemos pureza de sangre
a nuestras fuentes. Lo único que nos cabe es investigar si lo que alguien,
movido casi siempre por oscuros motivos (o por presuntamente altos ideales, eso
no importa demasiado), nos cuenta es o no verdad. Y, si lo es, hay que
publicarlo. Luego, podemos debatir acerca de lo bien o mal enfocada que está
una información, o sobre el protagonismo que quieran darse los periodistas, o
sobre qué posicionamiento tiene determinado medio en el tablero político, lo
cual, por cierto, es no solo perfectamente legítimo, sino casi, con la que está
cayendo, hasta obligado.
Pero ya digo: me parece que extender a los poderes que
sustentan al Estado la pugna moral que han desatado tantos casos de corrupción
como han asolado -porque afortunadamente todos ellos son cosa del pasado,
aunque con proyección sobre el presente-a este país nuestro, es lo más
demencial que nos puede ocurrir. O que le puede ocurrir a nuestra democracia,
que, ya se ve por múltiples indicios, sigue siendo más bien frágil todavía. Mal
asunto, en efecto.