martes 15 de enero de 2013, 23:40h
Del mismo modo que algunos romances de verano, muchas
coaliciones trotskistas, todos los pronósticos de la Dra. Carrió y los duelos
verbales de coyuntura, son víctimas fatales del correr de los días.
Pasado el estrépito inicial, tales roces terminan deviniendo
anécdotas de plácida opacidad. Es harto probable que ya en el otoño sea difuso
el recuerdo de ese día en que el actor más destacado de la Argentina descubrió,
a desgano, que era opositor. Y todos volveremos a disfrutar del talento de
Darín sin necesidad de prescripción alguna.
No obstante, en torno del entuerto creció un apretado tejido
de operaciones: la cautelar que volvió a pialar la ley de medios, su similar en
defensa de los pobres terratenientes, la desgraciada y morbosa zancadilla
intentada contra el ministro Alak, los saqueos con coreografía reconocible, la
reaparición de los peoncitos locales para un destemplado Cameron de las Islas,
y la decepción de algunos por el sereno retorno de la Fragata Libertad son
ejemplos de una misma madeja enojosa.
Con ese fixture a mano, vale la pena volver a revisar el
revés de la mentada trama de conflictos. Tanto en el affaire Darín como en la
cautelar bovina y el resto de los cruces, son muchos los que sostienen la
posibilidad de sintetizar todo en la cuestión de los alineamientos automáticos
como consecuencia inexorable de la polarización generada por la era K.
Quienes describen este paisaje -nobleza obliga- no están
faltando del todo a la verdad. Salvo por el detalle de una pregunta que nunca
se formula al realizar el diagnóstico: ¿Por qué el Gobierno estaría embarcado
en esta cruzada divisionista?
Lo real de este estado de cosas es que de 2003 a la fecha,
en una tendencia de creciente afirmación, la política argentina recuperó un
rasgo básico de identidad democrática, tal cual es lo imperioso de que el
pueblo tenga la posibilidad de opciones verdaderamente diferenciadas.
Las frustraciones del alfonsinismo y el fiasco de la Alianza
pusieron en evidencia que sin un posicionamiento claro de enfrentamiento a los
factores reales del poder corporativo como servidor de los intereses globales
dominantes, cualquier acción transformadora terminaría diluyéndose en aras de
algo que con la etiqueta de consenso encubre el añejo perfil de la dependencia.
Esos acuerdos que en España se llamaron Pacto de la Moncloa y hoy exhiben sus
nefastas consecuencias, son los que aquí reclaman quienes se espantan del
divisionismo.
Efectivamente, ese panorama recuerda los tiempos del primer
peronismo. Los que señalan esto como una prueba demoníaca suelen omitir que las
vías para recuperar el "consenso" fueron la revolución fusiladora y el
genocidio procesista. Contrariamente a lo que se plantea, el rumbo del modelo
no agrede: postula, sí, un rumbo inequívoco para cambiar la sociedad.
Por eso tal vez sería harto más justo reformular el
diagnóstico y pensar que ciertas fronteras lo que dividen en verdad es el campo
de los defensores del viejo orden y el de quienes han decidido militar para un
futuro más digno. Y en este punto, sí, hay que aceptar alguna dificultad para
conservar a cada paso el respeto de las buenas maneras.