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El calvario de las estatuas

Cada gobierno ‘arma’ los monumentos que le parece

Cada gobierno ‘arma’ los monumentos que le parece

Si le preguntaran a los nacionales de cada país qué estatuas quisieran en sus plazas y calles, apenas habría monumentos para recordar sucesos y glorias pasadas.  Pero las estatuas aparecen cada lapso gubernamental y se quedan allí, con o sin la aprobación de los ciudadanos.  Estatuas hay de Mussolini, Stalin, Franco y hasta de Hitler.  Las hay de villanos y héroes, de madres abnegadas, escritores, poetas y pintores.  De grandes músicos, de guerrilleros famosos, efigies divinas y de terrenales pecadores.

Hay estatuas que no caben en los espacios donde se colocan; jinetes encerrados en plazas diminutas o minúsculos mausoleos en gigantescos espacios.  Hay conjuntos escultóricos a los que nadie niega su legitimidad, pero son los menos.  A los dictadores, invasores y traidores a la Patria nadie los desaloja, tal vez para que los recordemos o les hagamos merecidos gestos al pasar delante de ellos.

Las estatuas aparecen, como la de Marulanda, para regocijo de muchos y tormento de otros. O permanecen por centurias, cayéndole el olvido a las que representan la miseria humana y permanentes peregrinajes a las que rememoran la grandeza de vida y actos.

Hay también estatuas que migran, se desaparecen de a poquito, y vuelven a ser el metal de donde salieron tras el milagro de una mano de escultor.  Como las estatuas del conjunto Los Juegos de Antaño, que desaparecieron una a una, de acuerdo a la permisión de su tamaño, hasta dejar vacío el depósito donde todo el mundo pensó que estaban. Nadie se acordaba de ellas, hasta que a algún necio se le ocurrió preguntar por las palomas de bronce, tal vez porque eran las menos feas.

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Entonces los custodios se dieron cuenta de que las estatuas no estaban. Y ahora el diario El Panamá América acaba de descubrir, antes que la justicia, que las estatuas empezaron a desaparecer antes de que fueran instaladas, trasladadas y depositadas.  Son 8 años de calvario, ribeteados de incumplimiento de contrato por parte del escultor, sustracción de elementos antes de instalar el conjunto y viaje al caldero que las vio nacer, pues las estatuas no pueden ser exhibidas en ningún jardín que se precie de serlo.

El segundo traslado de las esculturas se dio del Museo del Tucán al Parque Omar, por órdenes de la primera dama, Vivian de Torrijos. La administradora del Parque, Mingthoy Giro y la Tercera Compañía del Servicio de Protección Institucional. Fue la última vez que vieron el sol, para quedar confinadas –quizás en su único momento de alegría- en un depósito junto a payasos, figuras carnestolendas y parrampanes.

 

 

 


 

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