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Un 21 de julio de 1958 en mi aldea de Tines.

Un 21 de julio de 1958 en mi aldea de Tines.

Por Manuel Suárez Suárez
miércoles 19 de julio de 2023, 13:55h

Los años pasan pero aún no olvidé casi nada de lo sucedido el 21 de julio de 1958 en un monte de mi aldea natal de Tines, en el municipio de Vimianzo. No tengo que esforzarme mucho en el recuerdo ya que guardé las imágenes del espacio en el que tuvo lugar la mordedura de una loba que dejó en mi pequeño cuerpo la huella de 33 cicatrices. Supongo que la pobrecita estaba hambrienta porque yo no era mucha cosa pero es bien sabido que cuando hambre no se puede elegir. Quiero decir que los lobos prefieren la carne de cabra, oveja o vaca. Los ataques a seres humanos son escasos y tampoco es habitual la caza individual ya que son animales que siempre forman parte de una manada. Quiero pensar que si estoy vivo es por el fuerte deseo de viajar a Montevideo que era donde emigrara mi padre (Xesús do Rei) pero quizás fueron los gritos de mi padrino los que ahuyentaron a la loba y así salvé mi vida.

Ahora los voy a llevar conmigo hasta el monte donde segaban heno mis tíos (Manuel e Encarnación) en una zona alta de la aldea y la orilla del camino que conduce a la capital municipal. Estaba jugando con Alberto (un niño, unos años mayor) en una encrucijada muy bien ubicada en la que limitaban dos o tres fincas de vecinos de Tines. Allí la tierra era más blanca al acumular la arena que se depositaba luego de resbalar por encima de unas piedras lajas horizontales que llegaban al muro de una finca situada justo antes de la que era propiedad de mis abuelos maternos. Estaba agachado, jugando con mi amigo, cuando me sorprende su fuerte grito: Manoliño, que vén o lobo! Me levanto lo más rápido que puedo para salir detrás de él, que huye en dirección a donde están mis tíos pero antes de llegar al muro que tenía un lugar para pasar, con rebaje en su altura, siento que unos dientes me muerden en la espalda. Nunca olvidaré la última imagen que me quedó grabada para toda mi vida. Era una piedra un poco oscura pero muy brillante por efecto de las pisadas de los que debían de pasar el muro para acceder a sus terrenos de cultivo. Mantengo aquel recuerdo intacto ya que lo que pasó después no tiene imágenes. Yo cerré los ojos. La loba me arrastró a un lugar escogido en el que unas piedras en el suelo hacen un corte en vertical que oculta de la vista lo que allí esté.

“La última imagen fue una piedra muy pulida, brillante, en la que pisó para salvar un muro. En ese paso fue capturado. El niño se cubrió la cara con las manos. No pudo verle los ojos al miedo. Lo que sí recuerda es que, cada vez que gritaba, el animal lo trababa más y sacudía. Así que tuvo la intuición de dejar de gritar y cesaron los mordiscos. El lobo, en realidad, era una loba. Lo escondió bajo un peñasco en la ladera del monte y desapareció”

Manuel Rivas [EL NIÑO DEL LOBO/El País Semanal/19.6.2016]

Siempre dije y mantengo que no vi nada pero sentí que una boca y unas garras me sacudían el cuerpo de derecha a izquierda como si fuese un abanico. Apreté las manos a la cara y no recuerdo de quitarlas por voluntad propia. Mis gritos fueron disminuyendo hasta que quedé sin fuerzas y recuerdo perfectamente que cuando paraba de gritar, la loba me mordía con menos fuerza. Mis tíos no saben decir el tiempo que pasó hasta que me encontraron y llevaron a mi casa que era donde estaba mi madre. El primer medio de transporte fueron los brazos de mi padrino y luego en el caballo hasta A Piroga que es donde tenía su consulta don Braulio, el médico de la familia. Dice que necesito una transfusión de sangre y me deben llevar, urgentemente, al hospital del doctor Baltar en Santiago de Compostela. Hay que cruzar el puente sobre el río Grande para ir a buscar a Manuel Mira que era el propietario del único coche de alquiler que ofrece servicio en Baio. La carretera estaba en muy mal estado y así fue que poco antes del puente Faílde (en el municipio de Santa Comba) hubo que detenerse (un pinchazo) para cambiar una rueda.

Alrededor de las siete de la tarde ingresaba en el hospital y dos horas después hablé para pedir agua. El doctor Baltar ordenó una transfusión que fue mi salvación. Llevaba demasiadas horas en estado de semi inconsciencia y sin saber la razón de estar en una cama de hospital con la cabeza vendada y el cuerpo lleno de apósitos desde las manos hasta las piernas. Estuve un día entero de reposo (el 22 de julio) pero ya el 23 pude dar un paseo por la Alameda que estaba a un paso de la esquina de Pardiñas con Carreira do Conde. En este pequeño recorrido fue cuando escuché decir, a varias personas que se acercaban para tocarme, que era un niño afortunado ya que me había salvado porque así lo quiso nuestro señor Jesucristo. Algunos me tocaban la cabeza y luego se persignaban pero los peores eran los que querían que les contase como fue el ataque. Hubo quien se animó a preguntarme si me dolió. Mi madre les pedía que no hablasen del lobo y trataba de protegerme de aquellos insensibles curiosos. El paseo fue corto. Mi madre, al ver que no le hacían caso, volvió conmigo bien agarrado de la mano para el hospital. La misma historia de curiosidad morbosa tuvo lugar en agosto en la feria de Baio aunque ahora mi madre estaba en alerta. No le permitió a nadie que abriese la boca para preguntar nada y tampoco les dejaba que tocasen mi cabeza o las cicatrices que no estaban cubiertas por la ropa. Allá van 65 años sin que se diluyan los recuerdos de aquel muy especial día de verano en un monte de Tines.

MANUEL SUÁREZ SUÁREZ

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