martes 12 de mayo de 2015, 20:36h
Hace un par de décadas, el politólogo
francés
Bernard Manin publicaba su obra "Principios del gobierno
representativo", en la que formulaba su clasificación
sobre los tres grandes "estilos" que caracterizaron los
sistemas de la democracia representativa desde fines del siglo XVII.
Tres grandes épocas marcaron formas de
organización y funcionamiento de los sistemas democráticos que, aún sin cortes tajantes -porque
de una u otra forma, las características de los tres se
expresan en todos- indican la preeminencia de determinados factores según
la etapa histórica.
Se trata de la "democracia parlamentaria"
originaria, la "democracia de partidos"
que la siguió y de la "democracia de audiencias"
de los tiempos actuales.
En la primera, la selección de los
parlamentarios no respondía a otra cosa que a sus prestigios personales en
sus comunidades. Los electores delegaban en sus vecinos más
reconocidos la representación para legislar y gobernar.
Los debates políticos y sociales llegaban "hasta
la puerta del parlamento", pero se suponía que no debían
incidir en los legisladores, quienes decidirían según
su criterio más justo deliberando y pensando libremente lo que
consideraran mejor para su país. Esa forma no admitía
subordinaciones partidarias ni lealtad a otro "colectivo"
que no fuere la Nación,
sus distritos y su conciencia. Iniciada en el parlamentarismo originario de la "Revolución
Gloriosa",
en Inglaterra de fines del siglo XVII, fue la manera de funcionar de los
cuerpos colegiados hasta bien entrado el
siglo XIX.
La segunda trasladó los debates político-sociales
a los senos de los partidos políticos, que pasaron a ser
concebidos como espacios colectivos de representación
de grupos sociales específicos y de ideologías
determinadas. Los legisladores perdieron autonomía y
sus facultades de decisión pasaron a los cuerpos partidarios a los que
respondían.
Los parlamentos se convirtieron en lugares de contabilización
de voluntades, ya definidas por fuera de sus muros. Las decisiones políticas
respondían
casi mecánicamente
a las mayorías y minorías electorales, sin que
hubiera lugar para cambio de opiniones en razón de los debates. Fue
la democracia característica de las sociedades de masas, desde mediados
del siglo XIX hasta pasada la mitad del siglo XX.
La tercera es la que Manin define como "democracias
de audiencias". Los debates no se dan por fuera de los
parlamentos, ni exclusivamente dentro de ellos, ni tampoco sólo
dentro de los partidos, sino en todo el cuerpo social, alimentados por los
grandes medios de comunicación y los grupos de interés
de más
diversa factura, a los que hoy agregaríamos las redes sociales. Las
elecciones no responden a los prestigios personales locales, ni a la
identificación con sectores sociales o ideologías.
Las "lealtades"
parlamentarias se hacen lábiles y no implican subordinaciones a fuerzas políticas
estables. Por el contrario: la selección de candidatos responde más
bien a las construcciones de imágenes masivas, los prestigios
reconocidos no son los locales sino el "conocimiento",
"confianza"
y "empatía"
que inspiran en los grandes electorados y las decisiones que tomen reflejarán
los debates sociales que formarán cambiantes "estados
de conciencia" sobre temas diversos, variables y fluctuantes.
El programa de Tinelli presentando a los tres principales
(en cuanto "más medidos")
candidatos presidenciales con sus esposas señaló la
llegada definitiva de la democracia de audiencias a nuestro país.
Su propósito
-evidentemente-
no fue expresar una "ideología" o
representar a un "sector social" determinado, sino
llegar al gran público con capacidad de seducción y
generación
de empatía.
La ausencia de compromisos sobre temas específicos refleja la
necesidad de mantener abiertas opciones que pueden variar en el largo camino
hacia el día del comicio, o incluso hasta el propio eventual
gobierno. Tal vez Carlos Menem fue el que con mayor claridad definió
estas necesidades, en 1990, cuando la democracia de audiencias asomaba en
Argentina: "si hubiera dicho lo que iba a hacer no me hubiera
votado nadie".
¿Es buena o es mala la "democracia de
audiencias"? No es una pregunta vana. Si la democracia de
audiencias está definitivamente instalada, tampoco la actitud de
los candidatos es condenable: hacen lo que se espera de ellos y actúan
en el espacio en el que se definen voluntades que al final terminarán
expresándose
en el comicio.
¿Es posible reemplazar la democracia de audiencias? Parece
una tarea difícil. Responde a la estructuración y
la dinámica
de los tiempos, con altos grados de incertidumbre sobre los riesgos que deben
enfrentarse, sobre los aliados con los que pueda contarse y con imposibilidad
de prever el surgimiento de imprevistos, aún en el cortísimo
plazo. Los ciudadanos no creen en los partidos ni en las ideologías,
porque han aprendido lo que les enseñó la realidad: ni unos ni
otros tienen verdades permanentes o estables, y durante sus vidas -cortas
o largas- han experimentado ya los límites de unos y otras, cada
vez más
reducidos en sus posibilidades.
Tal vez la pregunta debiera entonces formularse de otra
forma: Habida cuenta que la democracia representativa de hoy funciona con estas
características,
¿cómo
mejorarla?
Ignoro si alguien tiene una receta. Por lo pronto, parece
que un mínimo
de eficacia demandaría la existencia de partidos políticos
modernizados. Y reitero: de partidos políticos. Modernizados.
Los partidos requeridos por los nuevos tiempos requieren funcionar como marcos
de debates primarios, lugares de elaboración de propuestas de
gobierno coherentes, frescura intelectual para interpretar la nueva agenda,
capacidad de construcción de acuerdos puntuales sobre temas específicos
de mayor o menor extensión en el tiempo. Pero esta democracia no es
funcional a partidos congelados en agendas fuera de época,
durezas ideológicas propias de los tiempos de las "democracias
de partidos", burocracias esclerosadas o en la impostación
de épicas
históricas.
Tal vez partidos con esas nuevas características
podrían
servir eficazmente a los ciudadanos para alimentar las portentosas
posibilidades de millones de personas que viven las nuevas formas de la
democracia y calificar los liderazgos. Si ello no ocurre, persistirán
solamente los "liderazgos" -renovándose
sin contenido, o con el contenido que les marquen las agendas diarias de sus
asesores de imagen, o en el mejor de los casos, respondiendo a las convicciones
íntimas
de cada "líder"- y las sociedades se resignarán a
ellos esperando el momento de su ratificación o de su cambio,
ignorando las mediaciones políticas que considerarán
cada vez más inservibles.
Alguna vez hemos escrito que el "poder"
es un concepto antropológico que ha acompañado desde siempre la vida en sociedad.
Existen sociedades sin ideologías, pero no existen
sociedades sin poder. Es el primer paso, lo "sustantivo".
Los ciudadanos lo sienten, lo intuyen, lo "saben".
Siempre construirán liderazgos para ejercer el poder. La modernidad
entendió
que ese poder debe dividirse, limitarse, acotarse. Estableció Constituciones,
leyes, Justicia. Es lo "adjetivo". En la opción,
si se presentan como opciones, siempre ganará lo primero. Las
convicciones democráticas de aquellos ciudadanos interesados en
especial por lo público deberá encontrar la forma de
articular ambos conceptos, para no regresar al "puro
poder",
propio de las sociedades premodernas. Deben hacerlo sobre las condiciones
sociales que se viven, no sobre las que les gustaría.
Contener el poder dentro de la política sigue siendo el desafío
de la democracia en sus tres versiones.
Comprender la dinámica cambiante de las
sociedades es requisito necesario para aspirar a representarlas. Las
democracias de audiencias están llegando para quedarse y
quizás
no haberlo comprendido abrió el camino a liderazgos
estrambóticos,
incapaces de gestiones maduras y responsables, pero que interpretando la
necesidad de "poder", supieron entender la forma
de lograr una representación escasamente dirigida al
bien común,
sino a sus propósitos -personales- de poder y
riquezas.
La fórmula del éxito quizás
sea "liderazgos
democráticos
con partidos modernos". El gran desafío para los ciudadanos
de hoy.
Ricardo Lafferriere