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Polarizar con la muerte

Polarizar con la muerte

Por Ricardo Lafferriere
jueves 05 de marzo de 2015, 21:08h
Ya vivimos esto en la Argentina. Fue durante los años de plomo, que no se limitaron -bueno es recordarlo- a los tiempos de la dictadura.
 
 
 
Empezaron antes. Lo afirmó en su ejemplar fallo la Cámara Federal que condenó a las Juntas Militares cuando, en su momento, dictó las sentencias que hicieron recuperar a la Argentina su dignidad ante el mundo.
 
 
 
Ese "antes" significó, justamente, polarizar con la muerte y banalizar la violencia.
 
 
 
Comenzar con asesinatos políticos, siguiendo con asesinatos a militares, terminando con asesinatos a civiles. A partir de allí, generaron en la sociedad una desesperación ante la violencia que abrió el espacio para la llegada de los ríos de sangre, desatados por la dictadura pero iniciados, no lo olvidemos, por los sangrientos asesinatos de los grupos armados.
 
 
 
Mor Roig, Rucci, Larrabure, Viola y tantos otros fueron atentados a la convivencia democrática, sin que matice en nada su contenido criminal la opinión diversa sostenida por las víctimas. Así se comenzó una vida de terror que nos hizo marchar al borde del abismo -y en muchos casos, cayendo en el propio abismo- a todos los argentinos.
 
 
 
Los violentos rompieron con sus crímenes la trabajosa construcción de una democracia que, a tropezones, llevaba décadas. Su banalización del mal llegó a un nivel intolerable.
 
 
 
Pero comenzaron con la indiferencia ante la muerte, convertida en una herramienta más de la política, legalizada por razonamientos enfermizos y calenturientos que la defendían y justificaban si servía para hacer avanzar su proyecto. Y que nos llevó hasta donde nos llevó.
 
 
 
Es peligroso, muy peligroso, el rumbo que está tomando el relato oficial. No lo es sólo porque la muerte vuelve a ser un tolerado argumento de debate, llevándonos nuevamente al borde de la posibilidad de la convivencia, sino porque el límite entre el "decir" y el "hacer" se acerca a un límite borroso. La muerte de Nisman es, en este sentido, un magnicidio -como lo describió su ex esposa- que debería actuar de bisagra.
 
 
 
Puede ser una bisagra hacia la recuperación de la cordura. Pero también puede ser lo contrario: una bisagra hacia la pérdida del sentido básico de respeto a la condición humana. Las pintadas en tapiales burlándose del fallecido, las voces oficiales desprestigiando al Fiscal asesinado, las asqueantes declaraciones de un Senador de la Nación, las contradictorias descalificaciones de un ex Senador y hoy Ministro del Gabinete, el ataque reiterado de la Jefa del Estado en desmatizados pronunciamientos -en redes sociales, en discursos por la cadena nacional y aún en su informe ante el Congreso-, los insistentes descréditos de una investigación que lleva acumuladas miles de fojas y decenas de cuerpos realizada con rigor y entrega como objetivo de vida por el funcionario desaparecido, son muy peligrosos pasos hacia la inmersión en el estado de sospecha generalizada previo al desatar de la violencia.
 
 
 
Algunos, ya lo hemos vivido. Desgraciadamente, otros -que también lo vivieron pero pudieron sortear con maligna habilidad la persecución penal de sus crímenes mediante la distorsionada reinterpretación de hechos históricos- insisten en la vieja prédica de la violencia como método y la muerte como herramienta de la lucha política. Como lo hicimos en las décadas de 1960 y 1970 advertimos también hoy: a contrario de la afirmación del viejo axioma, en el campo de la política del dicho al hecho, hay poco trecho.
 
 
 
Seguir envenenando la mente y el razonamiento de sus seguidores por el solo afán de justificar y esconder tras falsarias consignas justicieras un patrón patrimonialista de grosera factura puede ser tentador para aturdir sin razonar, pero no es propio de nadie que crea en la democracia como sistema político. Mucho menos lo es banalizar la muerte. Y muchísimo menos, utilizarla para polarizar instalando el miedo.
 
 
 
Quien no crea en la democracia ni acepte sus reglas -que no son sólo ganar un comicio, sino respetar escrupulosamente a los que no son gobierno, sea porque adhieren a otra forma de pensar o simplemente porque no participan de la vida política- , no tiene cabida ni respeto en la vida democrática. No pueden invocar la democracia. No generan respeto al poder que detentan, que debe legitimarse en su ejercicio.
 
 
 
La política, lamentable o afortunadamente, presenta a los ciudadanos opciones que deben elegir. Lo civilizado es que lo hagan votando. Cuando perdimos esa civilización, los ciudadanos argentinos logramos recuperarla con las gigantescas movilizaciones de 1982 y 1983. Ante la opción de "la vida o la muerte" estuvimos todos juntos recuperando la vida, sinónimo de la democracia. Repudiamos a la violencia insurreccional y a su respuesta desmedida, la tenebrosa violencia estatal. Y recuperada la democracia, decidimos votando quien gobernaría.
 
 
 
La elección dejó de ser "la vida o la muerte" porque triunfó la vida con su expresión política, la democracia republicana, marco en el que decidimos empezar a vivir. La que no es sólo votar sino también y con la misma importancia, división de poderes, independencia de la justicia, garantía a los derechos humanos, libertad de prensa, debido proceso, neutralidad jurídica del Estado, igualdad ante la ley, subordinación de los funcionarios a la ley, la ética y la verdad.
 
 
 
Las polarizaciones que admite la democracia son las basadas en decisiones públicas en el marco de la Constitución. Jamás "la vida o la muerte". Eso sería volver al horror y a los ríos de sangre.
 
 
 
Por eso es tan peligroso el deslizamiento del relato oficial hacia la justificación jocosa de la muerte de Nisman. Tal vez más que de la señora -que ya se va y no interesa tanto- de sectores del peronismo, que sufrió la muerte en experiencia propia. Porque es dentro del marco de la democracia y la justicia que pueden invocarse los argumentos y pruebas que acusadores y defensores que puedan tener, unos y otros. Nunca en el campo de la política, porque en el momento en que nos metamos en esa polarización, estaremos al borde de perder la propia democracia.
 
 
 
Sabemos por experiencia lo que cuesta después salir de esa diabólica dinámica.
 
 
 
Ricardo Lafferriere
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