jueves 18 de septiembre de 2014, 16:22h
Lula y Marina, los dos fenómenos políticos más fascinantes
de la historia reciente, son hijos de Brasiles que se desconocen.
Existe la idea en Brasil de que todos los pobres son
iguales. Es una visión común, pero que define también el análisis de los intelectuales.
Explica la afirmación de que Luiz Inácio Lula da Silva y Marina Silva tienen
biografías parecidas, y la de que Marina habría sido la sucesora más natural de
Lula, si no fuera por las divergencias que la llevaron a dejar el Ministerio
del Medio Ambiente y después el PT. Para llegar al poder en un país tan
desigual como Brasil, Lula y Marina realizaron travesías impresionantes, una
especie de jornada de héroe. Pero las semejanzas acaban ahí. Hay enormes
diferencias entre la trayectoria de un hijo de campesino que recorrió el camino
hasta São Paulo, que se hizo obrero y después líder sindical en la región más
industrializada del país, y la de una hija de seringueiro (trabajador del
caucho), como lo fue ella misma, en la selva amazónica, que inició su carrera
política en un Estado como Acre. Para llegar a la riqueza de ese momento
histórico de Brasil es preciso comprender que los dos Silva son diferentes.
Lula y Marina son ambos hijos de Brasil, pero de Brasiles
muy diferentes. Y es precisamente por diferencias fundamentales en sus visiones
de mundo por lo que, a cierta altura, Marina no encontró sitio en el proyecto
del "lulismo", usando la expresión del politólogo André Singer. La explicación
para que la integración de millones de brasileños se haya producido por la vía
del consumo durante el Gobierno Lula es compleja. Pero al menos una parte se
encuentra en el deseo de Lula. En lo que significa para un obrero ascender en
la escala social. Mejor casa, buena ropa, nevera nueva y llena, televisor de
pantalla plana, un coche en el garaje.
Lula no encarna el campesino con una relación íntima con el
sertão (campo), entendido aquí como naturaleza y cultura, sino el movimiento de
transición de un mundo interpretado como pasado hacia otro que es futuro. Él es
hijo de una familia exiliada del campo por la sequía que quería, primero, huir
del hambre, y después ascender en la vida mediante el ingreso en la fábrica,
por la vía del progreso y de la industrialización. Vencer en la vida en el
mundo del Otro, apropiándose de él y haciéndolo suyo por el acceso a sus
señales. Es ese universo de sentidos el que él comprende y con el cual dialoga,
tal vez como ningún otro político de la historia del país. Y para estos pobres,
su Gobierno significó inclusión social.
Marina no. Ella se cría en la selva y es moldeada por ella.
Su padre, migrante nordestino, tuvo en aquella región amazónica un punto de
llegada. Incluso cuando la familia intentaba salir, acababa volviendo. La
iniciación política de Marina está en los empates, una táctica de resistencia
en la cual hombres, mujeres y niños se dan las manos para hacer un círculo en
torno al área amenazada e impedir la deforestación - y, con él, su expulsión de
ese mundo-. El mentor de Marina es Chico Mendes y la lucha allí, en aquel
momento, es expresión de una relación profunda con la selva, en la cual uno no
se reconoce sin el otro. Es una lucha por la permanencia, no por la partida.
El conocimiento fundamental de Marina, analfabeta hasta los
16 años, está contenido en esa cultura en la que es preciso saber la vocación
de cada planta para dominar la tecnología compleja que permite la
supervivencia, en la cual la tierra no es mercancía, sino vida. Su capacidad de
hacer de puente entre ese saber -transmitido de generación en generación por
vía oral- y la palabra escrita, los libros y la producción académica, es uno de
los capítulos más bonitos de su biografía. Marina no va a llegar al centro-sur
hasta los 36 años de edad, ya como senadora. Su desplazamiento por el mapa
tiene como objetivo llevar al corazón del poder político el universo de
sentidos del mundo que dejó no como pasado, sino para que pueda ser futuro. Si
para Lula la posibilidad de ascender está en la inclusión en el mundo del Otro,
para Marina el Otro es aquel que se experimenta para alcanzarse a uno mismo.
No se trata de decir que Lula sea mejor que Marina, o Marina
mejor que Lula. Solo de señalar que Lula y Marina, los fenómenos políticos más
interesantes de la historia reciente del país, cargan experiencias diferentes
de brasilidades. A veces, las necesidades inmediatas de la disputa electoral
borran los matices más fascinantes. Si el ascenso de Lula al poder ya produjo
en Brasil, solo por el hecho en sí, un enorme cambio simbólico, el de Marina
aún es potencia e incógnita. La incógnita no entendida aquí como un defecto,
sino como una posibilidad.
Está bastante claro por qué Dilma Rousseff, una mujer
urbana, de clase media, con tendencia desarrollista, haya sido para Lula y el
conjunto de valores que lo constituye una opción mucho más lógica como
sucesora. Dilma es alguien con quien Lula tiene muchas más afinidades que con
Marina, a pesar de las evidentes diferencias entre ellos. En los sucesivos
embates con Dilma, cuando esta era ministra de Minas y Energía y después
ministra jefe de la Casa Civil (jefa de Gabinete) y Marina ministra del Medio
Ambiente, la extrabajadora del caucho fue perdiendo espacio dentro del Gobierno
del exobrero y, después, del Partido de los Trabajadores. Es obvio que las
opciones de Lula y del PT se deben a cuestiones de orden política y económica,
la mayoría de ellas muy pragmáticas, pero no se puede ni se debe olvidar la
influencia del universo de sentidos que forma al hombre, ni del lugar a partir
del cual él percibe el país. Para ser objetivo es necesario no perder de vista
jamás las subjetividades.
A partir del final del segundo mandato de Lula algunos de
los líderes históricos de movimientos sociales en la Amazonia (por ejemplo,
Antonia Melo y el obispo Don Erwin Kräutler) comienzan a percibir que, si antes
por lo menos el ser/estar en el mundo de los pueblos de la floresta tenían
espacio teórico en el Gobierno, ya no. Y, a partir de Dilma Rousseff, ni
siquiera interlocución. Para ellos, la hidroeléctrica de Belo Monte fue la prueba
definitiva de que el proyecto para la Amazonia de Lula y de Dilma guardaba
semejanzas con el de la dictadura civil-militar: la selva seguía siendo un
cuerpo para la explotación, y los pueblos de la zona, un obstáculo a un tipo de
desarrollo que niega su existencia y su modo de vida. De acuerdo con esa
mirada, la Amazonia, para convertirse en futuro, necesita hacerse pasado.
Lula - y Dilma aún menos - entienden poco de esas otras
formas (es importante señalar que heterogéneas) de percibir Brasil y de vivir
en Brasil. Pero tal vez más grave que no comprender otras maneras de ser
brasileño es no creer necesario comprender. Comparten esa ignorancia con una
parte significativa de la población, para la cual la Amazonia está demasiado
lejos en múltiples sentidos, lo que hace más fácil perpetuar los crímenes
contra pueblos indígenas, ribeirinhos [habitante de las orillas del río] y
quilombolas [descendientes de esclavos fugitivos]. Así como continuar
ignorando, a pesar de las señales inequívocas que ya definen la vida cotidiana,
que el cambio climático y las cuestiones socioambientales son, sino el mayor,
un enorme desafío para cualquier gobernante de este tiempo. Para esa parte de
la población, el sueño de todo indio o ribeirinho es ser pobre en la periferia
de una ciudad grande. Y los temas socioambientales son cosa de idealistas,
soñadores o ecologistas pesados, porque esa gente es incapaz de percibir tanto
la crisis del planeta como el hecho de que cuestiones como el saneamiento
básico, la escasez de agua y la proliferación del dengue son socioambientales.
En 2011, cuando se comenzaba a implantar la cantera de Belo
Monte (en la región de Altamira, en el Pará, norte de Brasil) pasé un día con
el líder de una de las familias que iban a ser obligadas a dejar la tierra
donde vivían para la construcción de la mayor obra del Gobierno. En cierto
momento, abrazó un castaño y se echó a llorar. Intentaba explicarme por qué él
no podía ser, sin ser allí. O la imposibilidad de habitar un mundo sin aquel
árbol específico. De repente, el llanto paró y su voz se llenó de rabia. Dijo:
"Me repugna cuando Dilma dice que somos pobres. ¿Por qué piensa que somos
pobres? ¿De dónde saca eso? Esa es la mayor mentira".
Aquel hombre no tenía casi ningún bien material, ni los
deseaba. Ni siquiera los conocía y, si los conociera, no tendrían sitio en su
día a día. Su concepto de pobreza y de riqueza era totalmente otro,
incomprensible para los que hacían la política del momento. Y ser tachado de
pobre en el discurso de Brasilia lo ofendía, porque se consideraba rico. No
como un discurso bonito y un tanto abstracto, sino porque de hecho se percibía
como rico, en la medida en que la selva le daba todo lo que necesitaba. No solo
a nivel práctico, sino también en el simbólico. Para él, la vida que allí tenía
era buena.
Me parece que esos ricos y pobres Lula -y Dilma, menos aún-
jamás consiguieron, o quisieron, entender. Aunque, como ya fue dicho, Lula haya
comprendido y dialogado con otros pobres y con otros ricos. Cuando Marina Silva
afirma, en el primer debate entre candidatos a la presidencia, que el líder
seringueiro Chico Mendes (asesinado por su resistencia) era élite, ella habla a
partir de esa otra visión del mundo.
Marina es más apta para hacer de ese puente entre los varios
Brasiles, que todavía es inédito en el mando de la nación. No hay ninguna
garantía de que lo vaya a hacer. Ni Lula fue un obrero en la presidencia, ni
Marina es hoy una seringueira, ambos crecidos y transformados por otras
experiencias vividas en el curso de trayectorias muy extraordinarias. Pero, así
como Lula llevó por primera vez al poder una visión de mundo muy distinta de
quienes antes habían ocupado el Planalto, Marina podrá, si es elegida, ser la
primera en llevar al centro de las decisiones la experiencia de quien vive en
la selva y la comprensión de que el futuro puede no existir si esa experiencia
no se incluye en el proyecto de país. En ese sentido, ella es mucho más siglo
XXI que su principal rival en la disputa por la presidencia.
Una curiosidad. En la campaña de 2002, cuando Lula fue
elegido presidente por primera vez tras otras tres tentativas, había una
fascinación con su presencia vestida en trajes de marca en los salones de parte
del PIB paulistano. Recibido por la pareja formada por Eleonora (psicoanalista)
e Ivo Rosset (empresario), amigos de la actual ministra de Cultura Marta
Suplicy, Lula era una especie de obrero que había llegado al paraíso. En el
poder su mujer, Marisa Letícia, de inmediato se hizo cirugía plástica, se puso
botox, cambió de ropa y fichó a Wanderley Nunes, uno de los peluqueros de moda.
Mucho antes, en 1979, cuando despuntaba como líder sindical en las huelgas
paulistas, Lula respondió así a los ataques por haber ido a cenar en el
Gallery, el local de los ricos y famosos de la época, invitado por la
importante revista Manchete: "Yo quiero que todo obrero gane lo suficiente para
frecuentar el Gallery". En esa época ya repetía que "al pobre le gusta vestir
bien".
Marina, la "seringueira, empleada doméstica y negra",
circula de otro modo en los salones paulistanos. Su ropa es sobria, con
detalles étnicos, como la que usó en la entrevista del programa Jornal
Nacional. Los complementos tienen materiales naturales, como semillas de
Amazonia, el pintalabios lo hace ella misma con zumo de remolacha, ya que tiene
alergia a productos industrializados. En el pelo, un moño. Marina es vista como
chic y moderna, dueña de su propio estilo, en especial por un tipo de rico que
ve la ostentación como una vulgaridad. Su principal interlocutora en ese mundo
es la socióloga Maria Alice Setúbal, más conocida como Neca Setúbal, accionista
del Banco Itaú, pero también fundadora del Centro de Estudios y Encuestas en
Educación, Cultura yAcción Comunitaria (Cenpec), una de las organizaciones más
respetadas en el área educacional. Si Lula era pop, Marina es cool. Merece la
pena prestar atención a cómo son decodificados aquellos que hasta hace poco
tenían otro lugar en esa geografía para, de nuevo, no perder los matices.
Es necesario tener cautela con los fundamentalismos. Quien
acusa Marina de ser "fundamentalista" está homogeneizando diferencias. Marina
no es una fundamentalista ambiental, como dicen sectores del negocio agrario.
Para una parte del movimiento socioambiental, el defecto de Marina es
justamente ser menos radical de lo que exigen que los desafíos del momento
histórico. El "desarrollo sostenible" que ella defiende, es para mucha gente
respetable solo un concepto vacío, digerible para conversaciones educadas, pero
que oculta contradicciones profundas.
Marina tampoco es una fundamentalista evangélica. Decir eso
es creer que Marco Feliciano (el diputado-pastor que barbarizó la comisión de
Derechos Humanos de la Cámara de los Deputados) y Marina Silva son iguales. Es
confundir denominaciones religiosas que están bajo el mismo paraguas, pero que
guardan diferencias bastante sustantivas entre sí. Comprender el Brasil
evangélico, en toda su complejidad, es un desafío de esa época.
¿A quién le interesa tildar de fundamentalista a Marina
Silva? A muchos, en especial los líderes rurales, en lo que se refiere a la
discusión socioambiental, y a los religiosos de verdad fundamentalistas, en
cuestiones como el aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Al
hacerlo rebajan el debate, con una táctica más que conocida, y fuerzan cambios
que benefician a sus intereses y fortalecen su lugar de representantes de sus
respectivos públicos.
Eso no significa que el elector no deba prestar gran
atención al hecho de que Marina Silva tiene una posición contraria a la
investigación con células madre embrionarias, que se ha declarado
"personalmente no a favor" de las bodas gais, que en las elecciones de 2010
defendió un plebiscito sobre el aborto y, principalmente, la semana pasada
cometió el acto lamentable (como mínimo) de volver atrás en su programa de
gobierno, en el que se refiere a las políticas para la población LGBT, un día
después de haberlo lanzado.
Con una Marina Silva con oportunidades de ganar, Brasil
asiste a una elección mucho más desafiante y compleja. Es legítimo afirmar que
su discurso es "difuso", y que la "nueva política" que dice encarnar puede
tener ecos de un pasado peligroso. Pero es preciso percibir que esta es su fuerza
en las urnas, no su flaqueza. Los objetivos "difusos", una de las
fragilidades que sectores de la sociedad y de los medios ven en las
manifestaciones de junio de 2013, movilizaron a multitudes. Marina actúa en las
redes sociales hace mucho y sabe escucharlas. Circula por ellas con
desenvoltura, mientras otros las frecuentan solo en épocas electorales o en
momentos estratégicos, haciendo una parodia digital de las tradicionales
visitas de políticos a las favelas para las cuales no vuelven después, tan cómodos
en uno y otro lugar como peces en un centro comercial.
Los opositores la han llamado "amateur" y "aventurera".
"Improvisación" es otra palabra escogida para atacar su discurso. Sin entrar en
juicios de valor ni en lo adecuado o no de esos términos para Marina Silva,
merece la pena recordar a quien los esgrime, intentando provocar rechazo, que
dejaron de ser ofensivos hace tiempo, para transformarse en virtudes. La
"indefinición", otra palabra usada para atacarla, parece haber sido hasta ahora
la opción de parte de los electores, quienes sienten la "definición" de otros
candidatos como insoportable. Todo indica que, de varias formas, en este
momento para muchos los signos de interrogación suenan como posibilidades - y
el riesgo parece haberse convertido en una alternativa mejor que las certezas
que prefieren rechazar- .
¿Qué significa eso? La oportunidad de comenzar a desvelar
los sentidos de esa elección fascinante es devolver la complejidad a los
protagonistas. Comprender, por ejemplo, qué Silva es Marina.