Suenan alarmas de xenofobia
domingo 07 de septiembre de 2014, 23:16h
Un debate desordenado y confuso en torno a la potencial
expulsión de personas calificadas de delincuentes extranjeros antes de recibir
condena firme, se ha instalado en la opinión pública de manera inverosímil.
El sólo debate en torno a la posibilidad de regresar a los
tiempos de la Ley de Residencia de 1902, que permitía al gobierno a expulsar a
inmigrantes sin juicio previo, amerita que el campo nacional y popular se tome
el desafío muy seriamente. Las consecuencias laterales, no deseadas, de haber
destapado la caja de Pandora de la xenofobia, despertando un componente de
intolerancia que se encontraba latente en la sociedad, no deben ser
subestimadas por las fuerzas políticas y sociales del arco progresista.
Sea cual fuera el origen, el debate está instalado, y por
mucho que algunos nos sorprendamos, la identificación del "extranjero" como responsable
de la "inseguridad" ha prendido en grandes sectores de la población. Es necesario entonces descomponer esta visión
en todos sus factores para ponderar exactamente lo que significa.
Por una parte, un sentido común de época que busca culpables
y un escenario simplificado por una cultura "líquida" que entiende el mundo en término
de antagónicos binarios: bueno o malo. Este reduccionismo de corte liberal
invisibiliza las causas históricas del fenómeno del delito y la violencia en
las sociedades modernas y en particular en la nuestra.
La Argentina parecía estar lejos de las naciones que generan
estereotipos estigmatizantes en torno a sus vecinos. Este tipo de patología
social suele surgir con fuerza en sociedades con grandes crisis económicas, tensiones
bélicas, brotes de chauvinismo y de nacionalismo.
Por el contrario, la Argentina está embarcada en un proceso
incuestionable de integración regional desde hace décadas, particularmente
potenciado por el gobierno nacional desde 2003; nuestra economía ha salido
indemne de la gran crisis financiera de 2009 y sus coletazos posteriores; Sudamérica
es una de las pocas zonas de paz del planeta.
Es decir, ninguna de las causas comunes para el establecimiento de
chivos expiatorios parecería estar dada.
Sin embargo, para que algunas declaraciones ligeras puedan
ser explotadas por la matriz de medios generando repercusiones políticas y adhesión
están amplias, debe haber una causa identificable.
Es legítimo pensar que seguramente tenga que ver con cierto
deterioro de valores tradicionales de la democracia, como la solidaridad, la
integración, la fraternidad, a partir de la centralidad que ha adquirido el
miedo en nuestra vida cotidiana. En particular, la sobre representación del
delito y la violencia en nuestra cultura de masas presente. El sentido común
resultante está signado por una épica gris en la que se disputan "victimas" y "culpables".
Como fuera, esta plataforma de opinión parece estar ya
madura para que algunas frases lanzadas de manera descontracturada, sin medir
consecuencias, por alguna figura con gran presencia mediática sean
resignificadas rápidamente por los mecanismos industriales de producción de
noticias y terminen anclando en porciones de la opinión pública que quieren
creer en causas sencillas y culpables claros.
Esta visión se cultiva fundamentalmente en los sectores que
van perdiendo la fe en las instituciones republicanas a medida que la impunidad
se vuelve parte de su derrotero diario, en particular en las zonas urbanas
sensibles, que son ámbitos urbanos deteriorados (ej. el conurbano bonaerense o
el Gran Rosario) donde la policía suele estar ausente o es parte del problema y
donde la justicia llega tarde o nunca.
Esa particularidad estructural, generada por la falta de
convicción en la conducción política de las fuerzas de seguridad y policiales, se
traduce también en un imaginario policial particular.
En ese imaginario, el delincuente extranjero molesta al
statu-quo, el de la recaudación por las cajas ilegales de la policía de una
porción de los dividendos del delito. Por tanto ese delincuente que no ha
logrado asociarse a las policías que regulan la actividad en el espacio público
es percibido por ellas como la anomalía.
La estadística penal argentina no expresa esa sobre
representación policial del "extranjero" en la matriz delictiva. El sentido
común policial, gestado en el saber empírico, el de la calle, termina creyendo
sus propias fábulas. Este universo de representaciones, la idea de que el
centro del problema de la "inseguridad"
es la laxitud de nuestras leyes que permiten a los extranjeros abusar de la
hospitalidad nacional, no se corresponde con el diagnóstico desarrollado a
partir de un análisis sistemático de las causas múltiples y complejas del
delito y la violencia en nuestra sociedad.
Y con un diagnóstico basado en el sentido común del
pragmatismo policial, difícilmente se logren resultados concretos en la conjuración
del delito y la violencia. Por el contrario, asignaremos responsabilidades a
actores equivocados. Por ejemplo, reclamaremos más policías en la calle sin identificar
antes sus roles, ni corregir sus vicios.
Este universo de ideas piensa la criminalidad como un
fenómeno de desviación moral contra un orden recto que es el de la ley y sus
agentes. Paradójicamente, en las policías todos conocen que la realidad entre
los mundos policial y delictivo es de contornos más ambiguos. Pero su sentido
común sigue pensándose desde el alter ego del bien en conflicto con el mal.
Mientras resulta entendible que las culturas corporativas de
nuestras policías consideren que sus agentes poseen un saber superior validado
por la experiencia directa con lo peor de la humanidad, es inadmisible que las
fuerzas políticas de la democracia terminen cediendo a estas lógicas por la
presión de la demagogia y de los medios de comunicación.
El riesgo para las libertades públicas, la relativización de
las garantías de debido proceso y de la presunción de inocencia, es altísimo.
La apelación a un orden de excepcionalidad, es decir a una
teología política fundada en la amenaza omnisciente del delito y la violencia, para
expulsar a los extranjeros designados a dedo por las policías como culpables
llevaría a borrar de un plumazo muchos de los avances institucionales en
materia de protección de derechos conquistados en la última década.
Los políticos debemos obrar de manera serena, sin aturdirnos
con los clarines mediáticos, ni los humores fluctuantes de las opiniones
públicas, en particular en materias tan sensibles que terminan alimentando
construcciones de alteridades negativas en torno a categorías nacionales,
étnicas o sociales.