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Elecciones en Colombia: La guerra y la paz

Elecciones en Colombia: La guerra y la paz

Por Federico Vázquez
miércoles 21 de mayo de 2014, 11:41h
 
A diferencia del resto de sus vecinos, en Colombi no se debate entre izquierdas y derechas, sino entre quienes quieren terminar con 50 años de guerra y los que pretenden prolongar el conflicto. Los primeros están representados en la candidatura del actual presidente Santos, cuya propuesta es lograr la paz con las guerrillas. Los segundos votarán por Oscar Zuluaga que hace campaña denunciando estos acuerdos como un "favor al terrorismo". Las encuestas pronostican un final abierto, con balotaje asegurado.
 
Colombia, tierra que inspiró al recientemente fallecido Gabriel García Márquez para construir el arquetipo de "lo latinoamericano", es, sin embargo, una rara avis en la región. A diferencia de sus vecinos, Colombia no tuvo nunca en su historia un gobierno de izquierda, o nacional popular. Ni siquiera en los últimos años, cuando en el resto de los países ganaron fuerzas progresistas. La razón, al menos una de ellas, es evidente: Colombia arrastra una guerra interna desde hace medio siglo. Esa guerra, además de muertos, heridos y desplazados, generó un veto permanente sobre cualquier construcción política reformista.
 
Dicho de otra manera: mientras dure el estado de guerra, la política no podrá ser el lugar de disputa de "modelos" de país como ocurre en los países fronterizos. Y las opciones electorales se limitan al interior de una clase dirigente políticamente conservadora y económicamente liberal.
 
Pero esto no significa que la política colombiana sea un espacio congelado. Sí que el conflicto hay que rastrearlo al interior de esa clase política y no por fuera de ella. Es lo que parece estar ocurriendo entre Uribe y Santos, figuras centrales de la política nacional de los últimos doce años.
 
En 2010, Juan Manuel Santos asumió como Presidente de Colombia, luego de haber sido el ministro de Defensa de Uribe. Haber ocupado ese cargo durante los años más duros de la aplicación del plan de "seguridad democrática" con el cual Uribe barrió militarmente a las guerrillas, habla por sí solo del grado de cercanía entre ambos. Sin embargo, el divorcio sería inexorable.
 
Uribe, además de liderar la guerra interna, se había construido como un político de choque a nivel regional, un contra espejo de Chávez. No se sonrojaba en representar los intereses norteamericanos en los foros continentales, sin medias tintas. Durante los ocho años de gobierno uribista (2002-2010) los países de América del Sur fueron cambiando en cascada el color ideológico de sus gobiernos. En ese marco, Uribe eligió ser un "resistente", sin miedo a quedar aislado, como efectivamente ocurrió, por ejemplo, en la III Cumbre de la Unasur de 2009 en Bariloche cuando el resto de los mandatarios lo increparon por permitir el uso de bases militares colombianas a las fuerzas armadas de Estados Unidos. La valentía de Uribe tenía, evidentemente, una espalda ancha donde apoyarse.
 
Para sorpresa de todos, en vez de seguir por esa senda, Santos mostró, una vez electo, una cara distinta. El 26 de julio de 2010, diez días antes de asumir, Santos se reunió con Néstor Kirchner, que era Secretario General de la Unasur (organización regional que extraña enormemente aquellos tiempos de acción y protagonismo). A la salida de la reunión, Kirchner le dijo a sus asesores que Santos "no es lo mismo que Uribe, tiene otras ideas". El 10 de agosto, tres días después de haber asumido, Santos se reunió con Chávez en la ciudad colombiana de Santa Marta y restablecieron las relaciones diplomáticas que habían volado por los aires un tiempo antes, cuando Uribe denunció en la OEA que en Venezuela había "decenas de campamentos de las FARC y del ELN".
 
El cambio exterior fue también un cambio de política doméstica. Habían pasado casi diez años de combate militar con los dientes apretados. Las FARC, que habían llegado a controlar casi un tercio del territorio a fines de los 90, ahora no lograban tener la misma comandancia por más de seis meses seguidos, debido a las bajas continuas de sus dirigentes. A esto se sumó una declinación de los carteles del narcotráfico, que pasaron a tener su centro de gravedad en México y Centroamérica. La experiencia del poder narco en Colombia puede, ahora, transformarse en un consumo cultural con tintes de revisionismo histórico, como lo demuestra el éxito de la serie "El patrón del mal".
 
Estos cambios estructurales permitieron que a la hora de afrontar el proyecto de reelección, Juan Manuel Santos se decidiera por impulsar un proceso de paz que, en boca de todos los actores involucrados, es el que más se está acercando a lograr el fin del conflicto armado. La derrota militar de la guerrilla, ya irreversible, es una de las premisas que explica por qué ahora la paz parece posible.
 
Pero no la única: Santos accedió a que el nuevo proceso de paz tenga una agenda amplia de temas, donde está el acceso a la tierra para los campesinos, las garantías para la participación política de los guerrilleros después de la guerra, el negocio del narcotráfico y la política de drogas. En todos estos temas ya hubo acuerdo, y quedan otros tres puntos de los que se espera un avance para después que se conozca quién es el presidente electo.
 
Frente a esa agenda nueva, el uribismo, en vez reclamar la parte de herencia que le correspondía, adoptó una posición reaccionaria. Al punto que decidió boicotear abiertamente el proceso de paz, y su candidato, Zuluaga, declara que si gana lo "suspendería".  
 
Ante esta posición de Uribe, casi con una lógica de ley física, Santos se distanció cada vez más de su padre político e incluso sumó el apoyo de una parte de la izquierda, algo impensable poco tiempo atrás.
 
En un giro inesperado, después de haber aceptado la destitución de la Procuraduría General del alcalde progresista de Bogotá, Gustavo Petro, el Presidente volvió a aceptar la restitución, por una instancia judicial superior. En ese vaivén, que a primera vista podría verse como una postura indolente de Santos, puede esconderse un rumbo definitivo en favor del proceso de paz.
 
Petro es un ex guerrillero del M-19, que a comienzos de los noventa se desmovilizó y entregó las armas. La destitución del alcalde y ex guerrillero, a todas luces ilegal, era además un antecedente casi mortal para cualquier promesa realista de un futuro de paz, donde las Farc pudiera verse reintegrándose a la política democrática con alguna mínima garantía.
 
En este zigzagueó vertiginoso, se produjo finalmente el apoyo de Petro a la candidatura de Santos. Antes que cercanías ideológicas secundarias, lo que prevaleció fue la divisoria de aguas más profunda que puede tener una sociedad: elegir entre la guerra y la paz. Los dos bandos terminaron de conformarse, el próximo domingo, los colombianos votarán por una o por otra.
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