Violencia, política y poder
sábado 10 de mayo de 2014, 23:53h
¿Es justo vincular al gobierno con la ola de violencia que
se está instalando en la Argentina?
Desde esta columna, hace ya varios años venimos alertando
sobre el avance de la intolerancia en la convivencia. También advertimos sobre
el peligro que el contra-ejemplo del relato oficialista trascendiera hacia la
sociedad, que fuera otrora modelo de convivencia en América Latina.
La Argentina era caracterizada por su apertura a aceptar lo
diferente, tal vez como efecto beneficioso de la recepción de tantas corrientes
migratorias que llegaron buscando nuevos horizontes, ante la crisis y violencia
en sus países de origen. En este aspecto, alguna lejana similitud con
Australia, Canadá o Estados Unidos parecía ubicar a Argentina como el país de
los "pioneros" en el sur de América.
Así lo describen las crónicas de viajeros en tiempos del
Centenario, cuando uno de cada cuatro pobladores del país había nacido en el
exterior, porcentaje que en la ciudad de Buenos Aires alcanzaba a las dos
terceras partes de la población. Hasta mitad del siglo XX, nuestro país recibió
a los emigrados judíos perseguidos por los nazis, a los nazis perseguidos por
los aliados, a los republicanos perseguidos por los franquistas y a todos
corridos por la guerra y el hambre.
Por supuesto que siempre existieron reflejos intolerantes,
porque las unanimidades no se llevan bien con las sociedades humanas. El
espíritu predominante, sin embargo, seguía el paradigma de la tolerancia y la
integración.
En algún momento de comienzos de la segunda mitad del siglo
XX el virus de la intolerancia fue sembrado nuevamente. Había comenzado su
desborde en 1930, con el golpe que
derrocó a Yrigoyen, pero la polarización extrema comenzó en tiempos del segundo
gobierno peronista, tal vez como coletazo de la impronta seudofascista de
algunos de sus componentes y se profundizó con la Revolución Libertadora con
los fusilamientos políticos que habían sido superados con la organización
institucional del país, a mediados del siglo XIX. Sin embargo, aún en esos
tiempos, la violencia sería la excepción, indudablemente condenada por la
opinión mayoritaria. Se daba en el "escenario", pero no era aceptada por la
sociedad. La represión antiperonista en el "escenario" no fue acompañada por la
polarización en el cuerpo social, que mostró innumerables hechos de solidaridad
con los perseguidos protagonizados por sus antiguos rivales en el seno del
pueblo.
La segunda mitad del siglo XX fue el contra-modelo. La
creciente intolerancia interna fue acompañada por las proyecciones locales de
la Guerra Fría. Insurgencia y Contrainsurgencia terminaron conjugándose con
violencia guerrillera y violencia estatal. Inundaron de sangre las calles, sin
que ninguno de los protagonistas pudiera reclamar inocencia. La violencia dejó
de ser condenada y pasó a ser venerada. Matar dejó de ser pecado y se convirtió
en una técnica de lucha. La sublimación llegó con la dictadura, cercana al "mal
absoluto". Sin embargo, la sociedad no expresaba esta polarización. La
violencia era un fenómeno, una vez más, del "escenario".
1983 implicó por eso un hito. Fue la sociedad volviendo por
sus fueros, ante ese escenario público que había perdido los valores. Lo lideró
una convicción de convivencia expresada en la Constitución, corporizada en el
liderazgo de Alfonsín y la propuesta política del radicalismo. La convivencia
sería el nuevo "ethos", con grandes esfuerzos del presidente de entonces para
responder con gestos de concordia a las constantes convocatorias a una nueva
polarización.
En un hecho sin precedentes dos ex presidentes
constitucionales fueron los invitados de honor a la asunción del nuevo
gobierno. Viejos rivales del nuevo mandatario, Arturo Frondizi e Isabel Perón,
izaron la bandera nacional en la Asamblea Legislativa que le tomó juramento. El
candidato derrotado fue invitado por el victorioso a ocupar la Presidencia de
la Suprema Corte de Justicia, ofrecimiento que declinó. La pluralidad de propia
Corte fue un ejemplo, con uno solo de sus miembros políticamente cercano a la
fuerza de gobierno.
El país comenzó a edificar su democracia y debe reconocerse
que hasta la crisis del 2001 la convivencia se impuso sobre la polarización. No
hubo en ninguno de los presidentes entre 1983 y 2002 invocaciones a la
violencia, la intolerancia o el desconocimiento del adversario.
Hasta 2003. Ahí cambió el papel modélico del poder. La
convocatoria a la división, la polarización y la intolerancia se hizo una
constante. El "Nosotros" contra "Ellos" reemplazó al "todos juntos". El relato
público perdió mesura, expresándose en alaridos simbólicos y literales. Terminó
proyectándose hacia la propia sociedad. No eclosionó allí hasta que las
dificultades económicas le dejaron el campo abonado. Pero cuando esas
dificultades se mostraron, también lo hizo el espíritu de intolerancia facciosa
y personal sostenido en lo intelectual por la construcción teórica del
conflicto, actualización de Schmidtt recreada por Laclau y reproducida por
Carta Abierta. La visión confrontativa, polarizante y totalitaria que convertía
en enemigo a quien pensara diferente volvía a instalarse en la Argentina y hoy
vemos sus consecuencias.
Abuelos asesinados, niños abusados y atacados con violencia
por sus propios compañeros, peleas sindicales que terminan a los tiros, relato
presidencial estimulando la violencia de los barras bravas, devaluación de las
buenas conductas y justificación grotesca de los actos delictuales, tolerancia
y hasta imbricación con las redes de narcotráfico y de delitos aberrantes,
demérito de actitudes valiosas y exaltación del cinismo, la mentira y la
violencia, han sumido al país en un grado de tensión en su vida cotidiana que
hace décadas no sufría.
Desde la humildad de esta columna apoyamos el espíritu del
llamado episcopal. Lo hacemos como laicos, entendiendo que la dignidad del ser
humano no puede fragmentarse en religiones, ideologías o identidad de
pensamiento. Pero reconocemos que esa convocatoria a una convivencia decente
traduce lo mejor de la historia de este pueblo.
Todo lo que refleje, estimule o incite a resolver
diferencias a los gritos, a los golpes o a los tiros, es lo peor del país. Sea
el discurso presidencial, el exabrupto de un dirigente, la violencia seudo
graciosa en algún programa masivo de entretenimientos, la discusión crispada en
paneles de la TV, la tolerancia frente al "bullying" o la reacción
exasperada en un incidente de tránsito.
Debemos aislar esas conductas, marcarlas y erradicarlas. Es
responsabilidad, como en 1983, de todos y de cada uno. La violencia, en la
política o en la sociedad, degrada la convivencia porque en el fondo, se apoya
en el desprecio a la dignidad intrínseca de los seres humanos. Nada estable ni
valioso puede construirse sobre ella. Esta responsabilidad de todos no oculta,
sin embargo, la primaria responsabilidad del poder. Éste, con su ejemplo,
instala paradigmas que acaban siendo seguidos, para bien o para mal, por la
mayoría de la sociedad.
Ricardo Lafferriere