En 1947, el
"Caudillo de España y de la Cruzada", Generalísimo Francisco Franco,
dispuso que a su muerte lo sucediera un
Rey. Decidió, además, que fuera un descendiente de Alfonso XIII, desplazado en
1931 por la República que el propio Franco hizo añicos a costa de una guerra civil.
El afán de poder
póstumo no terminó allí. El futuro Rey no sería el hijo de Alfonso -que no era
beato ni tan anticomunista como Franco quería-- sino su nieto, Juan Carlos; y
al declararlo príncipe heredero, hizo que le jurase lealtad a él, así como "a los principios del Movimiento
Nacional" franquista. Una breve
película del juramento puede verse en:
https://www.youtube.com/watch?v=Od01GvIdS_s
A la muerte de
Franco, cuando el delfín del Caudillo se calzó la corona, fue ensalzado hasta
por republicanos y comunistas. Ellos, y
el mundo, vieron en él a un "Rey democrático", y así lo llamaron.
Adolfo
Suárez, Vicepresidente de aquel
Movimiento Nacional franquista --a
quien el Caudillo había hecho gobernador Segovia y luego amo de la omnipotente
radiotelevisión oficial-- se convirtió tras
la muerte de Franco en "el artífice de la democracia". Esa fue la unánime condición que terminó
atribuyéndole la comunidad política de España,
la misma que, a su reciente muerte, se repitió en el mundo entero.
Mudar de posición
no es indigno. Evolucionar no es, al fin
de cuentas, otra cosa que cambiar; y si alguien cambia para bien, no cabe
exigirle que persevere en el error.
El cambio
indeseable es el que provoca involución. No fue el caso España, donde la
acrobacia política del Rey y de Suárez despejó la entrada a la democracia.
No obstante, hay
mucho de odioso en el premio a quienes se paseaban por el Palacio de la
Zarzuela mientras luchadores coherentes habitaban las cárceles de Franco,
sufrían tormento o estaban obligados a vivir lejos de su terruño.
De haber triunfado
la congruencia, España se habría vuelto republicana, y el primer gobernante
democrático habría sido, acaso, el preclaro Luis Jiménez de Asúa, que entre
1962 y 1970 presidió, desde la Argentina, la República Española en el Exilio.
En Rusia, Vladimir
Putin integró la KGB --la CIA soviética--
hasta la caída de la URSS, en 1991. Se retiró con el grado de Teniente Coronel.
Su misión más importante había tenido lugar en
la Alemania comunista, donde la policía secreta (Stasi) lo había
condecorado con la medalla de oro.
Caída la Unión
Soviética, Putin fue saludado como un "gran demócrata". Su actuación posterior, a diferencia de lo
que ocurrió con Juan Carlos y Suárez, menguó su prestigio. Se lo vio
autoritario y, en los últimos tiempos, se supo de su vocación imperial. Ha
dicho, por lo demás, que el colapso de la URSS fue "la mayor catástrofe
geopolítica del siglo [XX]" y sentenció que "quien no lamente la desaparición de la Unión Soviética
no tiene corazón". Con todo, este gobernante arbitrario, expansionista y
nostálgico, ha guiado el paso del comunismo a un circunspecto sistema
capitalista.
Sin embargo,
es también odioso que un espía soviético
se haya hecho del lugar que pudo ocupa, tal vez, r algunos de los valerosos activistas del Comité de
Derechos Humanos, fundado en Moscú por Andréi Sajarov durante el imperio de los
Soviets. Símbolo de la resistencia,
Alexander Solyenitzin, miembro de ese Comité, pudo haber presidido un gobierno
de transición.
En la Argentina,
el peronismo de los últimos años ha exhibido una sorprendente capacidad para
mutar.
Carlos Menem
proponía, en 1986, la nacionalización del comercio exterior y de los depósitos
bancarios. Para él, "achicar el Estado" era, cuanto menos, una
"zoncera". En el libro
Argentina hacia el año 2000 alertó sobre el peligro de una "penetración
liberal en el peronismo", explicó que el subdesarrollo era culpa del
"imperio" y sostuvo que la Argentina debía luchar, desde el Tercer
Mundo, contra la "dependencia".
Tres años más
tarde, achicaría el Estado, se haría un
peronista neoliberal, anunciaría nuestra entrada al "primer mundo",
auspiciaría las "relaciones
carnales" con los Estados Unidos y convertiría a la Argentina en
"aliado extra OTAN" del "imperio".
Néstor Kirchner
también hizo un giro inesperado. En 1996 se proclamó "defensor acérrimo de
la contabilidad" y elogió al ministro Domingo Cavallo, "pieza
vital" en la reelección de Menem,
que era el conductor de un "proceso de transformación y cambio".
Por otra parte impulsó con todas sus fuerzas la privatización de YPF, de la
cual Oscar Parrilli, entonces diputado, dijo que era "un apoyo explícito a
nuestro compañero Presidente".
Años más tarde,
Kirchner se convirtió en un feroz crítico de los 90, agrandó el Estado y aseguró no haber apoyado nunca a Menem. Bajo
su gobierno se suspendieron las
relaciones de la Argentina con el Fondo Monetario, y él se mostró tan hostil al Presidente
George W. Bush como cercano al Presidente Hugo Chávez.
Hay una diferencia
entre esas metamorfosis vernáculas y las de España o Rusia, que abrieron un
camino sin rotondas ni salidas. Los españoles entraron a la democracia y los
rusos al capitalismo.
En la Argentina,
hubo cambios sucesivos, que un día nos
hicieron marchar para el norte y otro día para el sur. Eso condena al
estancamiento.
Hoy, protagonistas
de la década kirchnerista -que ocuparon puestos tan altos como la
Vicepresidencia de la Nación o la Jefatura de Gabinete- se preparan para protagonizar,
en el supuesto de que llegaran al gobierno, un gran cambio. El riesgo es que,
en caso de lograrlo, nos hagan marchar esta vez para el este o el oeste. La
Argentina necesita un GPS que nos oriente hacia otros objetivos.
Sería más que
odioso (y dañino) que otra vez el premio se lo llevara la incongruencia; no la perseverancia de quienes se opusieron,
con fundamentos, a Menem cuando gobernaba Menem y a los Kirchner cuando
gobernaron los Kirchner. Los que
supieron que íbamos por mal camino.