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Apología de Jango

Apología de Jango

Por Federico Vázquez
miércoles 26 de marzo de 2014, 16:38h
El próximo 31 de marzo se cumplirán 50 años del último golpe de estado en Brasil. Para nuestra memoria histórica se trata de un golpe que nunca logró tener el espesor de otras tragedias políticas, sin embargo, el derrocamiento de Joao Goulart fue un punto de apoyo militar e ideológico clave para las dictaduras que se instalarían diez años después en el resto de la región. Hoy, gracias a los gobiernos del PT y el medio siglo transcurrido, el tema empieza a dejar de ser tabú para los brasileños.
 
Tal vez por aquello del idioma, o por la secular separación del mundo hispano y el lusitano, lo cierto es que recién en los últimos años aprendimos que Brasil -nada menos que la mitad del territorio y las personas que viven en América del Sur- es parte de nuestro mundo y atraviesa los mismos dilemas y contradicciones que sus vecinos.
 
Al mismo tiempo, cada país es su propio ecosistema: si la Argentina tuvo un regreso tumultuoso después de la derrota de Malvinas, con las luchas sindicales y por los derechos humanos que dejaron a los militares casi nada de margen para condicionar a los civiles; si Chile, en el extremo opuesto, tuvo a Pinochet en el gobierno surrealmente hasta los años 90; Brasil muestra una vez más su singularidad. Tuvo la dictadura más larga, pero a la vez la "menos asesina" (si vale la caracterización), con mayor número de exiliados, presos o torturados, pero con destrozos menos evidentes en el tejido social. Es más: a diferencia de sus vecinos, embelesados con las recetas ortodoxas de la escuela de Chicago, las fuerzas armadas brasileñas aplicaron políticas económicas que, combinadas con una represión política y social, dieron como resultado el despegue de algunas ramas de la industria.
 
Pero no se trata de rankear niveles de horror. Los mismos matices de la dictadura brasileña, sumados a la estructura raquítica de su movimiento popular hasta bien entrados los años de la democracia, imprimieron sobre la conciencia histórica un tabú general acerca del rol represivo de las fuerzas armadas. Recién a fines del año pasado, Dilma Rousseff, en el tercer mandato consecutivo del Partido de los Trabajadores, entendió que existía el consenso suficiente para devolverle los honores de Jefe de Estado al presidente derrocado en 1964.
 
Todavía hay quienes piensan que revisar la historia es un asunto menor, o que sólo tiene sentido y valor cuando las "papas queman" y que después es sólo un regodeo sentimental para tapar todo lo que no puede cambiarse en el presente. Mucho de esto se dijo y se dice malintencionadamente  sobre la política de derechos humanos del kirchnerismo.
 
Eso podría decirse, también, del acto de restitución post mortem del cargo de presidente a Jango, como se conocía popularmente a Goulart, por parte de Dilma. Sin embargo, tenía un sentido profundo: Goulart, que antes había sido ministro de Trabajo de Getulio Vargas, tuvo durante su gobierno un largo enfrentamiento con el Congreso, que como hoy, estaba partido en mil y una formaciones políticas conservadoras, cuando no bancadas personales, en venta al mejor postor. Hoy el Congreso de Brasil funciona más o menos igual. En 1961, ante la inminencia de la asunción de Goulart, que ya despertaba las peores sospechas entre la elite, hubo un acuerdo por el cual, mágicamente, el país se convertía del día a la noche al sistema parlamentarista. El objetivo era burdamente claro: atar de manos cualquier reforma más o menos profunda que quisiera llevar a cabo el nuevo presidente. A los dos años, después de que todas las leyes enviadas por Goulart fueran cajoneadas, el mandatario decidió adelantar el referéndum acordado para 1965 donde se consultaría a la población si quería mantener o no el sistema parlamentario. La respuesta fue abrumadora: 5 de cada 6 votantes eligieron volver al presidencialismo.
 
Si podían ser toleradas las tendencias sociales del gobierno de Goulart, e incluso el creciente activismo de la izquierda, resultó insoportable la participación social, que de ahí en más se transformó en el arma más poderosa de Jango, y al mismo tiempo despertó la alarma roja en los sectores que lo terminarían derrocando.
 
50 años después, la elección del escenario del Congreso para restituir los honores presidenciales no parece ser una jugada inocente por parte de Dilma. La dictadura que derrocó a Goulart prohibió la actividad política salvo para partidos afines y dejó en pie la institución parlamentaria. Por si el link no fuera suficiente, el propio ex presidente Fernando Henrique Cardoso, ferviente opositor de los gobiernos del PT, comparó en estos días la situación de Goulart con la Dilma, hermanados en un supuesto destrato al Congreso, fuente de toda legitimidad democrática. Argumento al que se suele echar mano cuando no se ganan elecciones presidenciales.
 
Pero a pesar de estos intentos por congelar la historia, el medio siglo transcurrido y los avances -lentos y timoratos- de los gobierno del PT en materia de derechos humanos, hicieron que algunos tabúes fueran perdiendo peso.
 
En los próximos días Brasil discutirá como nunca antes el rol de las Fuerzas Armadas en la represión ilegal. A pesar de tener una Ley de Amnistía vigente desde 1979 que impide el juzgamiento de los militares, una serie de instancias judiciales iniciales están dando curso a acusaciones contra represores. A esto ayuda la propia cerrazón de las instituciones militares que ni siquiera responden a los requerimientos de la Comisión por la Verdad, que sólo puede recabar información sin ningún efecto punitivo.
 
No se trata sólo de movidas de alta política. La sociedad civil también juega: por estos días un conjunto de ONGs están pidiendo que un ex centro de detención clandestino en Río de Janeiro, que había sido una de las sedes del temible Departamento de Orden Político y Social, se convierta en un centro cultural donde se recuerde la memoria de las víctimas que pasaron por allí. Una experiencia que ya tiene una década larga en la Argentina, pero que en Brasil resulta una novedad total.
 
Poner la lupa en este caso, puede servir para entender un poco más por qué al gigante de sudamérica le cuesta más que a otros enfrentarse a su pasado autoritario: ese centro clandestino, que aún hoy es una comisaría periférica de Río es un edificio con una larguísima historia represiva. Abierto a comienzos de siglo XX, cuando la esclavitud era una marca todavía viva, el edificio fue un lugar de castigo físico para los esclavos formalmente liberados, pero todavía tratados como cosas.
 
50 años después, Brasil parece lo suficientemente maduro para sacarse de encima los miedos dictatoriales, e intentar hacer una relectura de su pasado que lo libere más y mejor de las ataduras conservadoras que todavía tiene. Si hace eso, el PT, heredero  histórico de los procesos abiertos por Vargas en los 50 y Goulart en los 60, tal vez pueda encarar definitivamente, la agenda de Jango:, increíblemente vigente medio siglo después:  reforma agraria y reforma urbana.
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