Trascendencia de la literatura norteamericana
domingo 23 de marzo de 2014, 11:43h
He reiterado en más de una ocasión que en el Profesorado en
Letras Mariano Acosta era fundamental el estudio de las lenguas clásicas, la
literatura medieval española, italiana, francesa, inglesa y alemana. La
formación de esos años giraba en torno a esa mirada. Nos daba solidez, nos
enseñaba el mundo del arte en todos sus matices. Profesores como Lorenzo
Mascialino (Latín), Germán Orduna (Medieval española) y Julio Balderrama
(Gramática) fueron pilares. Hombres reconocidos en las universidades de Europa,
de nivel internacional. Hombres que hablaban y escribían cinco o seis lenguas.
Balderrama, lingüista, era un símbolo: veintidós idiomas, entre ellos el
guaraní. En esa cosmovisión crecimos, aprendimos y nos educamos. A partir de
ella podíamos conocer y reconocer el universo que nos esperaba. La
sensibilidad, una existencia descubridora con un conocimiento imprescindible.
"La Historia como el drama y como la novela - dice Toynbee -
es hija de la mitología...Se ha dicho por ejemplo de La Ilíada, que aquel que
emprenda su lectura como un relato histórico , allí encontrará la ficción y en
revancha, que aquel que la lea como una leyenda, allí encontrará la historia".
Esto podemos presenciar en la literatura norteamericana.
Sentir la existencia del hombre en la sociedad, el carácter social de la
existencia, el espejo que se pasea a lo largo de una travesía, el héroe anónimo
con su virtud pública y privada, el hombre en su mundo. Y todo ello desde lo
estético, desde la introspección, desde la realidad interna sobre la anécdota
externa. Y todo ello con una técnica narrativa impecable; criaturas de ficción
que van plasmando una concepción sobre el tiempo, la vida y la muerte.
La tarea del lector es entender y darse cuenta, gozar con lo
mejor de las letras contemporáneas, descubrir el privilegio de la palabra, del
clima, en una liturgia mágica, cDEFANGED_Onmovedora.
No es nuestra intensión realizar un catálogo en este breve
artículo. Simplemente recordar autores que nos fueron ampliando una visión
durante más de treinta años. Una
aproximación entonces en bloque: Henry David Thoreau, Edgar Allan Poe, Herman
Melville, Stephan Crane, Emily Dickinsen, Henry James, William Faulkner, Mark
Twain, Jack London, Dashiell Hammett, Truman Capote, Carson McCullers, J.D.
Salinger, Ray Bradbury, Ernest Hemingway, John Kennedy Toole, Henry Miller,
H.C.Lewis, Alfred Hayes, Cormac McCarthy, Raymond Carver, William Goyen, Paul
Auster...
Seguramente
faltan nombres. Sin contar a Walt Whitman, T.S. Elliot, Ambrose Bierce, Eugene
O´Neill, Arthur Miller o Tennessee Williams. En ellos admiramos ese
universo del cual mencionaba al comienzo de estas líneas: simbolismo,
penetración psicológica, sencillez expresiva, visión lírica de la realidad,
contemplación de la naturaleza, literatura de frontera.
Las palabras pueden inspirar al silencio, al diálogo del
silencio. Hay un registro en la expresión de una obra que deparan otros mundos,
otras circunstancias. Es cuando llegan las voces que ignoran distancias. De ese
pasado nos nutrimos, nos vamos guiando a la habitualidad de nuestros mayores.
Desde lo cotidiano vamos viendo una simbología que nos
acerca a zonas íntimas, a zonas interiores. El hombre actual, escribió Orson
Welles, sólo está reelaborando todo el patrimonio cultural anterior.
Las lecturas de juventud son por un lado poco provechosas
pues hay impaciencia, distracción y falta de método. Por otro lado está la
pasión, la propuesta de modelos. Cuando llegamos a la vida adulta nos damos
cuenta de ello. Así como nosotros vamos cambiando, leemos por primera vez un
libro releído, sucede con frecuencia, a los textos que nos aguardan les sucede
lo mismo.
Partimos de una base: se leen los clásicos por amor. No por
obligación o por respeto. Y además debemos saber desde donde leemos. Ni la obra
ni nosotros somos intemporales.
Recordemos las lecturas que realizó Cesare Pavese de los
grandes escritores norteamericanos, los estudios de Italo Calvino, los estudios
que se realizan en todas las universidades prestigiosas del mundo. Es que en
Estados Unidos se gestó una literatura renovadora, refleja siempre una
tendencia de la novela contemporánea: desplazamientos temporales, monólogo
interior, corriente de conciencia, la tediosa sexualidad, una crítica a la
propia sociedad norteamericana. Además, el advenimiento de los Estados Unidos
como nación de poderío mundial no impidió la renovación del localismo centrado
de los principios liberales que rigen al hombre medio norteamericano. Son
siempre un testimonio de vitalidad, ofreciéndonos la imagen del hombre anónimo
transformado en héroe de su aventura. Aventura que entraña la existencia
cotidiana. Y el desasosiego, la violencia gratuita, la rebeldía, tortuosas historias
de violencia y sexualidad, el clima onírico por momentos, el vigor siempre de
sus personajes unidos a la falsa prosperidad, la evasión moral, la
incertidumbre. Eso y más nos acerca esta literatura de análisis social, de
sentido profundamente individual y sentido crítico de la raíces puritanas de
Nueva Inglaterra. La literatura norteamericana tiene una dimensión imaginativa
propia, de tonalidades a veces sombrías en una suerte de credo civil.
Recordemos al tomar un libro aquellas palabras de Marcel Proust
en Días de lectura: "Sin duda, la amistad, la amistad referida a los
individuos, es algo frívolo, y la lectura es una amistad. Pero por lo menos es
una amistad sincera, y el hecho de que vaya dirigida a un muerto, a un ausente,
le confiere algo desinteresado, casi cDEFANGED_Onmovedor".
Carlos Penelas
Buenos Aires, marzo de 2014