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Los habitantes de Crimea quieren ser rusos

Los habitantes de Crimea quieren ser rusos

Por Ricardo Lafferriere
martes 18 de marzo de 2014, 11:01h
Como lo habíamos pronosticado hace algunas semanas en esta misma columna, el desemboque del contencioso ruso-ucraniano estaba "cantado": en un corto lapso, por una u otra forma jurídica, Rusia lograría anexarse la península de Crimea arrebatándosela a Ucrania.
 
Al parecer, las reacciones del resto de las potencias no pasa de algunos rezongos formales. Un par de decenas de dirigentes rusos no podrán ingresar a Estados Unidos -seguramente, por un tiempo-, y están estudiando "si siguen invitando a Putin al G 8".
 
Rusia, por su parte, ha dejado trascender que aspira a otros territorios del este de Ucrania, con los que linda y en los que existe mayoría de población de habla rusa.
 
¿Es el mundo que viene, como en forma visceral lo afirmábamos en una nota anterior? ¿o en realidad, son los estertores del mundo que se resiste a morir? ¿O ambas cosas?
 
Aún sin adscribir dogmáticamente a las interpretaciones marxistas de la sociedad y de la historia, es nuestra convicción que la conformación y funcionamiento de la economía condiciona fuertemente el rumbo de los procesos sociales. La economía, a su vez, encuentra su motor en los avances tecnológicos, que por definición son incrementales y suelen escapa a la voluntad del poder.
 
La formidable revolución tecnológica que el mundo protagonizó durante el siglo XX, acelerada dramáticamente en las últimas tres décadas del siglo pasado, tienen un sector predominante: las comunicaciones. Éstas crearon una red envolvente en el planeta, que sostuvo y potenció -con el surgimiento de Internet-, el último proceso globalizador.
 
La característica principal de este proceso es la conformación de un sistema económico encadenado, en el que los sectores más dinámicos -y por lo tanto, ciertamente hegemónicos- de la economía mundial han escapado a los marcos nacionales y se referencian con el mundo como un todo. Producen globalmente, se financian globalmente, abastecen el mercado global y están ciertamente mucho más emancipados de los países que les sirvieron como base de desarrollo en el siglo XX.
 
Los mercados globales son la característica del nuevo sistema económico, del nuevo "paradigma". La nueva economía no puede funcionar encerrada en el marco nacional, por razones de escala, y la revolución de las comunicaciones le permitió consolidar su morfología universal.
 
El próximo paso es la construcción política global, que va ciertamente con retraso a la marcha de la economía. La política debe reformular un entramado legal que ponga coto a los desbordes financieros, que edifique un piso de dignidad universal para evitar la superexplotación de los más débiles -mano de obra esclava, de niños, mujeres o ancianos-, que regule con la fuerza necesaria las emisiones de gases de efecto invernadero y otros tóxicos contaminantes de la atmósfera de todos, que proteja los recursos naturales no renovables, que ponga coto al delito global....y otros temas no menos importantes inherentes al control humano del mundo globalizado.
 
Ésa es la agenda positiva de futuro. Frente a ella, aparecen los estertores del pasado. Quienes resisten la marcha de la humanidad y añoran los Estados policíacos y autoritarios. Que sueñan con volver al mundo de las economías cerradas, los juegos geopolíticos y militares, los Estados como únicos protagonistas importantes, la indiferencia frente a los derechos de las personas, a la protección ambiental o a la superexplotación de los recursos naturales y la convivencia cómplice con las redes delictivas globales.
 
Esa es la línea de choque que está atravesando hoy Ucrania. Un sector del país, añorando los tiempos del Estado planificando todo, quiere volver atrás. Otro, el más dinámico, el que aspira a la convivencia en el marco de la ley -nacional e internacional-, que cree en las instituciones democráticas como mejor método de convivencia, en la libertad creadora de las personas, en la condición cuasi-sagrada de sus derechos y fundamentalmente en  un futuro globalizado y libre, quiere seguir avanzando. Lo que da originalidad al proceso ucraniano es que este conflicto, que virtualmente se da en todos los países, allí se junta por sus particularidades históricas y vecindad geográfica con las aspiraciones neoimperiales de la arcaica oligarquía rusa post-soviética.
 
Por supuesto que -como todos los análisis sociales- los párrafos anteriores rozan la caricatura. Hay oligarquías corruptas en Ucrania que aspiran a hacer negocios oscuros con el petróleo y los oleoductos, y hay decenas de miles de ciudadanos rusos condenando el peligroso expansionismo de Putin, manifestándose en Moscú en estos días contra la anexión de Crimea y luchando por una Rusia libre, democrática, integrada al mundo que viene. Pero no son aún los predominantes.
 
El precio de esta tensión entre pasado y futuro parece ser la fragmentación. El peligro es que esa fragmentación -que no significa otra cosa que el renacer de los juegos geopolíticos y militares del siglo XX- continúe marcando la agenda diaria, desplazando a la agenda de futuro. Que en lugar de energías renovables, potenciemos nuevamente el petróleo. Que en lugar del derecho hablen las armas. Que en lugar de un mundo en paz volvamos al reinado de las banderas de guerra.
 
Por lo pronto, Putin logró lo que buscaba: agregar una pieza a la reconstrucción del imperio soviético, a contramano de la economía, la tecnología, la libertad, la democracia y la política. Hace pocos días un lúcido analista argentino, Carlos Perez Llana, sostenía "Rusia ganó Crimea, pero perdió a Ucrania". Agregaría que Ucrania pierde territorio pero gana libertad. Los habitantes de Crimea quieren volver a ser ciudadanos rusos. Los ucranianos quieren ser ya ciudadanos del mundo.
 
Pero mucho más importante que Rusia o que Ucrania -al fin y al cabo, "marcas" políticas temporales propia del mundo de Estados-Nación, ambas de disímil suerte en el pasado e impreciso futuro-, es que frente a la impotencia ante los pasos de Putin, los seres humanos que vivimos en este planeta, en pleno siglo XXI, tengamos que volver una vez más a prepararnos para la violencia si queremos construir en paz el mundo que viene. Y ese es, tal vez, el saldo más dramático y preocupante de la crisis de Crimea.
 
Ricardo Lafferriere
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