jueves 09 de enero de 2014, 04:28h
Nunca la imagen del rey Juan Carlos I había estado tan
deteriorada como ahora, según reflejan las últimas encuestas. Nunca el Monarca
había perdido tanta credibilidad personal y política. Y nunca su actuación
había sido tan cuestionada y controvertida como en la actualidad.
Este último aspecto resulta particularmente grave. Según
nuestra Constitución, el papel institucional del Jefe del Estado es el de
moderar la actividad política. Difícilmente podrá hacerlo si su propia persona
es objeto de controversia y de confrontación por parte de los ciudadanos. Querámoslo
o no, así están las cosas.
Poco importan, a este respecto, los servicios que haya
prestado al país hasta ahora el titular de la Corona, desde impulsar y
facilitar en su día la transición política hasta convertirse en un magnífico
embajador de nuestra democracia, pasando por la actuación decisiva que tuvo
para abortar el golpe de Estado de Armada y Milans del Bosch. Pero en la vida,
y más concretamente en la política, lo significativo no es el pasado, por
relevante que haya sido, sino el presente. Y el del Rey no resulta en absoluto
estimulante para sus compatriotas.
Por eso, el último y gran servicio que podría prestar a un
país lleno de zozobras -desde económicas hasta institucionales- es abdicar en
su hijo, Felipe de Borbón. Este aún conserva un potencial de credibilidad
personal y política de la que ya carece su padre, según las encuestas
anteriores.
Así, pues, la transición de uno a otro no sería tan
traumática ahora como podría llegar a serlo más adelante. Pensemos que España
ya tiene suficientes problemas para que se le añada -como con el paso del
tiempo parece inevitable- el de que se cuestione la forma monárquica del
Estado. Y eso es lo que, si Juan Carlos I prolonga su reinado, acabará por
suceder.
Por ello, si el Monarca se aferra al cargo, podría darse la
paradoja de que alargando su reinado contribuya a que sea él el último Rey de
España.