martes 24 de diciembre de 2013, 16:17h
Se ha dicho hasta el cansancio: los subsidios
indiscriminados son negativos para la economía.
No sólo extraen recursos del sector productivo, restándole
competitividad y capacidad de inversión -y con ello, fuentes de trabajo,
modernización tecnológica, potencialidad exportadora-. Son asfixiantes y
limitan el crecimiento.
Restan capacidad de reinversión para mejorar la cantidad y
calidad de los bienes producidos en el país por quienes los soportan, con la
curiosidad que conllevan el mismo efecto en los bienes subsidiados.
Los usuarios, en cuyo bienestar fueron establecidos,
terminan sufriendo -en lugar de disfrutando- trenes desvencijados cuando no
mortales, cortes de energía con consecuencias muchas veces dramáticas,
colectivos hacinados y malestar -en lugar de bienestar- general.
Estimulan el mal uso y hasta el dispendio de bienes escasos,
fomentando el despilfarro y desalentando el uso racional. Aunque alguien
tuviera la vocación de uso racional, su premio es ínfimo y ni compensa la
mínima molestia de apagar una luz innecesaria, reducir en uno o dos grados el
termostato del aire acondicionado o caminar hasta la ventanilla para adquirir
el pasaje en un tren en lugar de viajar gratis. Tales actitudes agregan
molestias sin contraprestación alguna: no reducen la cuenta de energía, ni se
viaja mejor en tren, ni se estimularía la renovación de las unidades de
colectivos.
Entre ambos extremos, hay grados. Los mismos que el
pensamiento binario del "bueno o malo" no concibe en muchas otras
áreas. Para encontrar esos grados, no es necesario inventar la pólvora. Se
aplican en la mayoría de los países, donde se persigue la expansión y
excelencia de los servicios sin alejarlos de los consumos populares.
Las tarifas eléctricas segmentadas que, partiendo del costo
real, fijen precios especiales para consumos básicos y sólo a ellos subsidien
ayudan al autocontrol de los usuarios no subsidiados -y aún a los subsidiados-,
que son estimulados a valorar lo que consumen y a desarrollar comportamientos
ahorrativos.
Si se sumara la posibilidad de la autogeneración y venta de
energía hogareña a la red se multiplicaría la capacidad de generación de
fuentes renovables con el aporte inversor masificado de hogares populares.
Alemania ha desarrollado en diez años una red de energía solar de 33 gv/h
equivalente a una vez y media la generación total argentina.
En el mismo sentido, los cuadros tarifarios discriminados
por horarios, periodicidad, rutina, zona geográfica o actividad inducen a un
adecuado uso del transporte público, donde las tarifas parten del costo real
pero prevén mecanismos -como boletos semanales, combinaciones de dirección para
varios medios con tarifas únicas, segmentación horaria, etc.-. Es conocido el
caso del metro de Londres, en el que un ticket individual llega a costar 5 libras
(¡100 pesos!...), lo que no impide que un trabajador utilice el servicio
diariamente con su carta mensual por una ínfima parte de su valor.
Lo curioso es que varios de estos mecanismos alguna vez
existieron entre nosotros, cuando los servicios eran sustancialmente mejores en
calidad que los actuales. Sólo la impericia de la gestión pública obstaculiza
implantarlos aprovechando las potentes herramientas informáticas actuales que
el Estado ha incorporado eficazmente en la AFIP.
La economía del país no soporta una transferencia de
ingresos hacia "la nada" tan grotesca como el desequilibrio creciente
del último lustro que ha arribado a más de 120.000 millones de pesos en 2013.
Eso debe ajustarse o perderemos incluso lo que hay, aún con lo insuficiente y
destartalado. Los cortes de energía, los accidentes de trenes, la falta de
combustibles, son un adelanto de lo que vendrá si no se actúa.
Ese ajuste, sin
embargo, puede y debe hacerse con inteligencia y sentido solidario. De esa
forma, no necesariamente dolerá. Aún más: si se realiza insertándolo en un plan
económico y social coherente, puede convertirse en el punto de inicio del gran
salto adelante de un nuevo período exitoso, incompatible con la persistencia
del populismo.
Ricardo Lafferriere