Panorama regional: Liderazgos y continuidades
martes 07 de mayo de 2013, 12:01h
Un repaso por las sucesiones presidenciales en Brasil, Uruguay
y Venezuela muestran cómo, más allá de los liderazgos personales, las
sociedades sudamericanas siguen apoyando proyectos políticos que significaron
cambios estructurales y mejoras de la calidad de vida en amplios sectores
sociales.
"Buscan eternizarse
en el poder", es una de las frases preferidas de las oposiciones mediáticas y
políticas de varios países sudamericanos, desde hace ya años. El sustento real
fue que, en varios casos, los presidentes lograron amplios apoyos electorales que
les permitieron acceder a segundos o terceros mandatos, de acuerdo a lo que
dictan las distintas constituciones.
Por detrás de aquella frase se cuela la idea de que la
continuidad de los gobiernos progresistas se limita a la figura de algunos
liderazgos personales. De esta manera, la supervivencia de la experiencia del
proceso político estaría necesariamente atada a la suerte de esos liderazgos.
Una idea estrecha del concepto de "populismo" que, dicho sea de paso, encuentra
defensores en ambos lados del mostrador. Sin embargo, una simple mirada por la
región muestra lo contrario: en todos los casos, las fuerzas políticas
gobernantes superaron con éxito, cuando fue necesario, la siempre traumática
sucesión presidencial.
El caso más reciente fue el venezolano. La muerte de Hugo
Chávez puso a la revolución bolivariana frente a la obligación de probar que el
ciclo político podía sobrevivirlo. Nicolás Maduro consiguió un triunfo muy
ajustado, y trajo como discusión posterior las razones que llevaron a una considerable
merma en los votos respecto a la votación en octubre pasado, donde Chávez había
logrado un margen de más de 10 puntos sobre el mismo candidato opositor. Sin
embargo, este debate oculta el dato fundamental: Maduro logró superar el 50% de
los votos, logrando sobreponerse a la desaparición físicaChávez, fundador del
movimiento. No se trata, simplemente, de ver el vaso medio lleno o medio vacío.
En las anteriores elecciones donde Chávez no había sido candidato (el
referéndum para una nueva reforma constitucional en el 2007, o las elecciones
parlamentarias de 2010) las fuerzas políticas bolivarianas no habían logrado
esa mayoría.
Este dato se vuelve un argumento de peso para contrarrestar
el discurso que desde hace años intenta instalar la idea de que la vigencia del
actual proceso político venezolano responde a las cualidades personales (y por
lo tanto excepcionales, únicas e irrepetibles) de un liderazgo. Por el
contrario, más de la mitad de los venezolanos optó por elegir a un candidato
que hasta el agravamiento de la enfermedad de Chávez no figuraba en los planes
de nadie como conductor del país.
Lo que parece haber ocurrido en Venezuela es la demostración
de que una mayoría social sostiene un tipo de administración política y
económica a la que juzga como la mejor opción para resolver los problemas
concretos de su vida -con sus fallas y limitaciones- aun después de una década
y media de gestión ininterrumpida del poder.
Y a la hora de entender la notoria merma de los votos,
parece cobrar importancia aspectos duros de gestión, como la devaluación de un
32% de la moneda local frente al dólar, en una economía que importa gran parte
de lo que consume, antes que problemas de "traspaso de carisma".
Lo interesante es que este éxito de sucesión presidencial en
el país donde quizás más peso tenía el liderazgo personal, está lejos de ser un
hecho aislado. Por el contrario, con sus obvias particularidades, otro tanto
había ocurrió ya en Brasil y Uruguay.
En el primer caso, DilmaRousseff -quien poco tiempo antes de
las elecciones de 2010 estaba lejos de alcanzar los niveles de apoyo que tenía
Lula- terminó logrando el 56% de los votos en la segunda vuelta. Allí también
se había instalado fuertemente la idea de que la suerte del PT estaba unida
inexorablemente al "carisma" del primer presidente de origen obrero, que se
había convertido poco menos que en un prócer nacional durante los últimos años
de su segundo gobierno. Dilma, con una carrera política más vinculada a la
gestión pública que a la militancia dentro del PT, distaba mucho de contar con
la biografía épica de su antecesor. Al día de hoy, varias encuestas muestran
que la actual Presidenta tiene más intención de voto que el propio Lula, de
cara a las próximas elecciones presidenciales del próximo año.
Lo mismo ocurrió en Uruguay, país que no permite la
reelección presidencial inmediata. A diferencia de Brasil, donde Lula decidió
personalmente quién lo continuaría, la coalición de partidos nucleados en el
Frente Amplio uruguayo zanjó mediante una interna al nuevo candidato. Pepe
Mujica, con un pasado guerrillero, ninguna experiencia en la gestión y un
estilo ultradesacartonado, era la contracara de presidente saliente, un prolijo
oncólogo del moderado Partido Socialista, que había llegado a la presidencia después
de ser intendente de Montevideo y tener a cuestas dos intentos fallidos en
elecciones presidenciales. Sin embargo, no hubo mayores cambios electorales y
el Frente Amplio volvió a ganar las elecciones.
En Ecuador, Rafael Correa ganó su tercera elección
presidencial, en el mes de febrero. Durante su primer mandato, se sancionó una
nueva constitución que fija la posibilidad de una única reelección consecutiva,
por lo que en mayo estará empezando su segundo gobierno bajo el nuevo texto.
Algo similar ocurre con Evo Morales. Por estos días la Corte Suprema boliviana
interpretó que Evo tiene derecho a presentarse por tercera vez como candidato
en el 2014, porque durante su primer gobierno hubo una refundación
constitucional que permite una reelección consecutiva. En ninguno de los países
existe la reelección indefinida, por lo que la "eternización" no parece
factible.
Sea por la biología o por limitaciones constitucionales,
tarde o temprano, todos los proyectos políticos democráticos se encuentran ante
la complejidad de renovar la dirección de sus elencos gobernantes. Los
gobiernos pos neoliberales que nacieron hace una década inauguraron un ciclo
político de largo plazo, vinculados obviamente a la emergencia de liderazgos
personales fuertes y determinantes, pero sus recorridos concretos permiten
sostener que no agotan su vitalidad en ese origen.
Por el contrario, las oposiciones políticas y mediáticas son
las que parecen obsesionadas en esos liderazgos, intentando debilitarlos,
destituirlos o presentarlos como versiones aggiornadas de modelos totalitarios,
sin comprender que el cambio que ocurrido es más estructural.
Las sociedades sudamericanas vienen apoyando, al final de
cuentas, un denominador común: una creciente regulación estatal de la economía
que demostró ser eficaz para mejorar las condiciones de vida de vastos sectores
sociales. Esta sencilla ecuación -que con sus matices puede aplicarse a todos
los gobiernos que estamos analizando- sigue siendo negada por las oposiciones,
lo que las lleva a construir un discurso vacío, anclado en defensas
"republicanas" de contenido real muy
vaporoso, sin hacerle frente a las políticas concretas que explican la
continuidad política, que ya no puede comprenderse desde la simple idea del
"liderazgo populista".
Argentina asoma como el próximo país donde esa tensión
volverá a presentarse. Y mientras el interrogante principal suele ponerse en
quién será el candidato oficialista para 2015, este repaso del mapa regional
permite arriesgar la hipótesis de que no es en esa cuestión -importante, desde
ya, pero no definitoria- donde se jugará la suerte del actual proceso. Por el
contrario, será en la capacidad de mantener la ecuación de intervención estatal
y mejora de las condiciones de vida de las mayorías donde parece jugarse el
partido. Por otro parte, el desempeño de la oposición local, lejos de cualquier
"caprilismo", se sigue mostrando sin un liderazgo unificador (algo que, por
otro lado, a la oposición venezolana le costó años y muchas derrotas
electorales conseguir), consecuentemente, sin poder articular un discurso que
sea algo más que un rechazo visceral a todo lo sucedido desde el 2003 hasta la
fecha. Una fórmula que no parece redituable electoralmente aquí, ni en el resto
del vecindario.