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Claroscuros del poder, claridad del pueblo

Claroscuros del poder, claridad del pueblo

Por Ricardo Lafferriere
miércoles 07 de diciembre de 2011, 21:15h
                Es imposible esperar del ala más visceral del peronismo una actitud madura e institucional. El país -el país peronista, y el país no peronista- conocen esta carga genética y la aceptan, con un dejo de triste resignación. Las declaraciones reiteradas de Kunkel y Conti con las veladas amenazas al Vicepresidente Cobos para que éste se retire de su tradicional papel de juramentar, como Presidente del Senado, a la fórmula presidencial electa, deben interpretarse en esa clave.
 
                Sin embargo, debemos celebrar que el peronismo no sea éso, aunque lo abarque. La decisión de la propia presidenta, marcando una clara diferencia con su nuevo compañero de fórmula, de comenzar su nuevo mandato cumpliendo con la tradición institucional del país debe leerse en la otra clave. Julio Cobos tomará el juramento a Cristina Fernández y a Amado Boudou, terminándose, al menos en el plano formal, con esta comedia de intolerancia y matonaje larvado.
 
                El "relato" presidencial está virando hacia  una actitud más cercana a lo que se espera de una presidenta constitucional. En los orígenes del "tiempo K", y en ocasión de comenzar a desempeñar su papel de cónyuge del entonces presidente Kirchner, supo decir que no le gustaría ser conocida como la "primera dama", sino como la "primera ciudadana". En rigor, ese papel le correspondería luego, a partir del 2007, cuando fue elegida por sus compatriotas para desempeñar el rol de Jefa del Estado. Y es el que le corresponde ahora, a pesar de sus veleidades más cercanas a la decadente aristocracia europea que nadie toma en serio.
 
                En ese papel su desempeño ha tenido altibajos. Fue glamorosa su campaña de entonces, tanto como sus tropiezos de primeros tiempos. La valija de Antonioni, su pelea con el campo y la pérdida de control en sus discursos rondando el grotesco, hicieron temer a los argentinos que vendrían años de tensión insoportable.
 
                Su gestión fue en muchos aspectos así, pero también debe reconocerse que, como suele ocurrir con los Presidentes, ha ido aprendiendo con el tiempo a desempeñar mejor su oficio. Le ocurrió a Menem y le está pasando a ella. A tal punto es así que no puede negarse que hoy, su discurso es menos amenazante que el de sus funcionarios más viscerales, a los que, sin embargo, suele utilizar para llevar adelante aquellas medidas que no atravesarían ninguna prueba de homologabilidad democrática, modernidad política o disposición a acuerdos estratégicos.
 
            Pero por sobre todo esto es tranquilizador que esas deformaciones no sean ya tan comunes en sus discursos, salvo excepciones más relacionadas con ignorancia histórica que con objetivos de gobierno -como la de definir a Caseros, puerta de entrada a la sanción de la Constitución Nacional, como una derrota argentina, o a declararse admiradora la esposa de Rosas, Encarnación Ezcurra, recordada por su macabra influencia tras bambalinas en la sanguinaria persecución  a la oposición política de la época-.
 
                Esas afirmaciones no dejan de ser anécdotas porque ni al ala visceral y troglodita de su grupo político se le ocurriría ahora derogar la Constitución, o conformar una red de persecución paraestatal al estilo de la Mazorca o de la Triple A de José López Rega. No podría, ni lo permitiría la propia realidad de una sociedad madura en su tolerancia, al punto de disimular con sensata indiferencia  esos dislates, cuando ocurren, porque más que apasionarse por los debates históricos de hace un siglo y medio está hoy volcada a sobrevivir al Cristinazo tarifario, a buscar las grietas de los asfixiantes controles económicos para poder modernizar las tecnologías de producción, a conseguir algún kilovatio o metros cúbicos de gas adicionales para poder matener la fábrica en producción o a mantener abierto el comercio internacional ante las grotescas ocurrencias del Secretario de Comercio
 
               Estos esporádicos  derrapes discursivos pueden asustar a algunos, pero al autor se le ocurre que no tienen otra trascendencia que dar alimento argumental a los grupos K que todavía viven en una burbuja. En lo que importa, y a pesar de la dureza de las decisiones, parece evidente que el núcleo del poder tiene conciencia de la gravedad de la situación a la que ha conducido al país por su falta de análisis crítico, y está tomando las medidas necesarias para rectificar errores.
 
               Lo hacen en su estilo, que no es plenamente democrático y republicano. Con sus ritmos, que carecen de la gradualidad respetuosa hacia la población que los sufre. Pero que claramente indican una reacción saludable ante la alegre marcha al precipicio que parecían llevar, incólumes, antes de las elecciones.
 
               Por debajo, el país real marcha a pesar del gobierno. Sufre arbitrariedades, tolera incertidumbres, recurre a su mejor imaginación para convivir con los dislates. Pero sigue esforzándose para no perder la historia, para no desengancharse de la revolución científico y técnica, para producir más y mejor, para no dejarse vencer por la asfixiante persecución estatal y para cubrir con iniciativas solidarias la inmovilidad del gobierno ante la polarización social, la violencia cotidiana y la pobreza que resiste.
 
               Es la realidad argentina hoy. No está en el mejor de los mundos, pero tampoco en el peor. Y tiene, a su favor, la portentosa capacidad de lucha y creatividad de los argentinos. Por encima de discursos grandilocuentes -y vacíos-, es lo que permite mantener la fe en el futuro del país.
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