Allá donde escrutes –que es lo que a los periodistas nos toca—encuentras que la Administración española está ya absorta con la inminente presidencia europea, que comienza en enero y concluye en junio. El mes de mayo próximo, por ejemplo, va a ser de locos: media docena, al menos, de ‘cumbres’ bilaterales, presencia de Obama (probable), de unos quince jefes de Estado y de Gobierno latinoamericanos, no menos de una decena de europeos de los de primera fila…Durante cuatro o cinco semanas, España será el centro diplomático del mundo. ¿Estamos haciendo adecuadamente los preparativos para convertirnos en el centro de todas las miradas del orbe? La verdad es que, hasta donde sé, la Administración española está haciendo bien sus deberes, aunque…
La verdad, si no queda más remedio que contarla, es que España ha influido bien poco en la definición de las estructuras dirigentes de la Unión, derivadas del Tratado de Lisboa: la designación del presidente del Consejo, el belga Van Rampuy, que es el candidato de ‘consenso’ de los grandes de la UE, no ha tenido en cuenta para nada el voto español, y lo mismo, hasta cierto punto, puede decirse de la ministra de Exteriores (por darle ese título), la británica Catherine Ashton.
A la presidencia española, que ni ha pinchado ni ha cortado en la designación, por ‘fumata bianca’ de los grandes cardenales de la UE’, de ambos nombres, le va a tocar gestionar la puesta en marcha de esos nuevos puestos, inéditos en la euromaquinaria. Atrás quedan las siempre excesivamente optimistas pretensiones de Zapatero de colocar en el cargo de jefe de la diplomacia europea a Miguel Angel Moratinos, un nombre que, por múltiples y variadas razones, simplemente no podía ser, y personalmente bien que lo siento, porque Moratinos es uno de los ‘pesos pesados’ de este elenco gubernamental.
Ocurre que, inevitablemente, la presidencia de la UE, que ofrece múltiples oportunidades de ‘salir en la foto’ con los principales líderes mundiales, tiene para quien gobierna un reflejo interno. A nadie se le oculta que, atravesando con éxito el semestre, Zapatero confía en recuperar algo la intención de voto perdida por la crisis y por su gestión de la misma, así como por el implacable desgaste que supone ejercer el poder.
Y nada indica que ese semestre tenga que ser especialmente conflictivo, más allá de que la presidencia española tendrá que arrancar el nuevo motor institucional, que nadie sabe muy bien aún cómo va a funcionar: de momento, las críticas a los nombres de los nuevos ‘supralíderes’ de la UE, y al modo, tan oscuro, como han sido designados, han sido abundantes. No resulta extraño el aumento del euroescepticismo cuando la participación ciudadana a la hora de elegir estos nombres ha sido tan escasa.
Está también, desde luego, la comparación entre la relativamente buena situación económica de los principales ‘motores’ europeos y lo que está ocurriendo en España, que no acaba de ver la luz al final del túnel. Zapatero tiene una excelente oportunidad para tender ahora una mano a la oposición e invitarla –sería lo lógico y, a mi entender, lo deseable—a desarrollar la presidencia europea conjuntamente; ello restablecería mucha de la confianza ciudadana perdida en sus gobernantes.
Ya sé que no lo hará, y menos ahora, cuando La Moncloa no puede evitar mostrar su irritación por el anuncio de la reprobación de tres ministros: las fuentes gubernamentales que consultamos los periodistas no alcanzan a entender el nivel de las críticas que se han dirigido al Ejecutivo en el ‘caso Alakrana’. Seguimos, pues, en las mismas, y la tentación de recuperar imagen ejerciendo de líder de Europa, aunque sea por un semestre, va a ser demasiado fuerte como para pensar en consensos o en ir de la mano con la oposición, aunque esa recuperación de imagen vaya a ser, a mi entender, algo efímera.
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