El paso del tiempo hace que crezca en mí el agradecimiento que merecen los ciudadanos de la República Oriental del Uruguay que en noviembre de 1958, reciben a un niño emigrante que viaja de la mano de su madre para reunirse con su padre en un lugar llamado Montevideo. Creo que con cinco años no entendemos nada de la emigración y por lo tanto tampoco nos afecta la morriña. Enseguida, se fueron difuminando los recuerdos de la aldea. El ingreso en una nueva realidad te lleva a centrar tu atención en lo que tienes delante de los ojos. Comienzas a guardar en el archivo las imágenes y los sonidos que te acompañarán en el escenario montevideano. Mis recuerdos eran para los folladiños (filloas en la sartén) que me hacía mi abuela Concepción y también para el chocolate que compraba en la feira de Baio. El desembarco en la capital uruguaya tuvo lugar el jueves 27 pero mi entrada sentimental fue en la tarde del domingo 30, en la casa de Ramón de Castromil. Aquel domingo es inolvidable.
Pasaban unos minutos de las nueve de la mañana en el pequeño apartamento alquilado por mi padre en el barrio de Aires Puros. Oigo una música de gaitas que viene de la cocina. Estoy en la cama pero me levanto y voy a la cocina en la que mis padres están desayunando. Aquellos gaiteros suenan igualito a los que estuvieron en el verano en la fiesta de A Ermida Vella en mi aldea de Tines. Mi padre me explica que los señores de la radio son emigrantes como nosotros y están en una audición llamada Sempre en Galicia. Dice que la lleva escuchando desde que llegó ya que la escuchaba el dueño de la pensión (Paco Esperón) en la que vivía en la calle Yaguarón, cerquita del Palacio legislativo. Un poco después conocí al muy cordial pontevedrés Esperón y también a una nena (Ester Cañás) que vivía con su padres, que eran de Sada, en una vivienda de al lado de la pensión. Vaya sorpresa que los señores de la radio hablen como yo. Muchos años después, aquellos dos señores (Pedro Couceiro y Manuel Meilán) tuvieron l agentileza de invitarme a colaborar en la audición que desde 1950 sementaba identidad y sentimiento de pertenencia en la colectividad gallega.
Por la tarde quedamos de ir a la casa de Ramón de Castromil. El amigo de mi padre vivía en la calle Santa Ana, cerca de nuestro apartamento. Creo que la distancia era de unas seis cuadras (quizás fue cuando escuché por primera vez esta palabra) en dirección al Cementerio del Norte y después de cruzar una avenida llamada Propios (luego bulevar José Batlle y Ordóñez) que iba desde el barrio de Sayago hasta el barrio del Buceo. Al llegar a Propios, nos detuvimos en la vereda para dejar pasar varios camiones. Le pregunté a mi padre que hacían arriba de los camiones una cantidad de hombres y mujeres que gritaban y agitaban banderas. Mi padre me dijo que iban a votar porque era día de elecciones y que los de las banderas blancas eran del Partido Nacional y los de las rojas del Partido Colorado. Aquellas personas eran las que elegían al presidente. Había que meter en una urna (nunca escuchara esta palabra) un papel impreso en el que figuraba el nombre del candidato y el número de la lista por la que se presentaba. Los dos primcipales partidos eran los blancos y los colorados que eran elegidos para un mandato de cuatro años. Mi padre habló de la democracia uruguaya que era muy buena porque el dictador Franco era un desgraciado. Yo nada entendí pero supuse que lo de votar sería buena cosa ya que la gente de los camiones se veía llena de alegría.
Recuerdo que muy nervioso iba caminando a la casa de Ramón. Mis padres me dijeron que el matrimonio Vázquez-Rama tenía una hija, Merceditas, que era muy simpática e inteligente y también vino en un barco. Había nacido en la parroquia de Santa María de Salto que era vecina a la nuestra de Santa Baia de Tines. Era un poco mayor que yo y contaba con la experiencia de haber cursado y aprobado los dos primeros años de educación primaria. Nunca me olvidaré de lo amable y cariñosa que fue Merceditas conmigo. Tuve la suerte de tener a la mejor anfitriona. El patio delantero de su casa fue el lugar en el que oí hablar por vez primera de José Artigas y de la bandera uruguaya y de los ríos y de los 19 departamentos que tiene el país. La muy encantadora Merceditas me mostró sus cuadernos escolares y según iba pasando las páginas aprendí que un pájaro llamado “hornero” hace su nido con barro y que cuando vaya a la escuela tendré que cantar el himno. Mientras admiraba sus dibujos, sentado en el patio, ella fue a buscar algo para merendar. Me puse delante un plato con unas rebanadas de pan que estaban untadas con una especie de mermelada de color ocre. Yo no me movía pero Merceditas me animó, diciendo: Dale, comé, te va a gustar, es dulce de leche. Pues tenía razón, aquel dulce era riquísimo y lo más sabroso que había probado. Este manjar fue acompañado con una bebida que también era desconocida para mi y que combinaba perfectamente. Se trataba de mate dulce. Fue allí, en el patio de Merceditas, cuando decidí que después de disfrutar de una maravillosa merienda, debía de formalizar mi ingreso voluntario en el Uruguay. Estaba convencido de que sería feliz en aquel lugar. Siempre le estaré agradecido a quienes me acogieron y mantendré eternamente mi enamoramiento con una tierra en la que miles de gallegos dejaron su huella de sudor honrado.
Manuel Suárez Suárez