La
crisis política venezolana no puede entenderse con definiciones ideológicas pre
cocidas. El primer dato para comprender la coyuntura del país caribeño es
electoral: hace casi exactamente un año, Maduro ganaba las elecciones
presidenciales por un margen mínimo (1,49% de diferencia) y con la proclamación
oficial del triunfo comenzaban las protestas violentas. La estrecha victoria
-aunque legítima y legal- abrió un conjunto de problemas para un dirigente que
ya tenía la tarea descomunal de tomar el timón que había dejado Chávez.
Hacia
adentro del movimiento bolivariano la dificultad se expresa en un complejo
equilibrio de los factores de poder que componen el chavismo, siempre en estado
de tensa calma (fuerzas armadas, militancia partidaria y sindical,
organizaciones sociales diversas). Hacia la oposición, el carácter violento de
las protestas desde el día en que se conocieron los resultados de la elección,
mostró que el caprilismo -como expresión política y electoral de los sectores
antichavistas- perdió centralidad frente a los sectores más extremistas, con
menos votos, pero más decisión de pelear la calle.
Un año
después, el escenario se desplegó desde esas variables, acentuando sus rasgos
más críticos, visibles en la cantidad de muertos en las calles en medio de las
protestas y en la inexistencia de cualquier diálogo entre las partes. Desde
hace unos meses, el opositor estrella dejó de ser Henrique Capriles, y la
referencia pasó a manos de Leopoldo López, un dirigente que llamó, sin pelos en
la lengua, a derrocar a Maduro. Si bien el gobierno parece tener controlado su
frente interno y no surgieron disidencias relevantes (las Fuerzas Armadas
salieron a manifestar su apego al orden democrático y la Constitución,
reafirmando su condición "bolivariana"), todos los días aparecen nuevas
versiones de "malestar" militar frente al "civil" Maduro.
En
diciembre pasado, otra elección, esta vez municipal, mostró una diferencia más
cercana a los registros históricos de los últimos 15 años: el chavismo le sacó
diez puntos al MUD, el frente político que nuclea a prácticamente toda la
oposición partidaria. Sin embargo, esto no trajo la paz. Por el contrario,
sectores medios y medios-altos reafirmaron su intención de que no será mediante
los votos como terminará la pesadilla que los persigue desde que Chávez barrió
con el sistema de partidos tradicionales en las elecciones de 1998.
Los
protagonistas callejeros fueron, a partir de ese momento, los estudiantes
universitarios. Cabe una hipótesis: existe un vínculo entre este nuevo actor
juvenil y la longevidad del chavismo: los estudiantes que protestan vivieron casi
toda su vida bajo la hegemonía política de la revolución bolivariana y sus
referentes políticos se mostraron incapaces de generar una opción electoral
ganadora. Tal vez en esa frustración democrática, de casi imposible digestión
para cualquier sistema político, esté una de las claves que explique por qué
tantos jóvenes que tienen todas sus necesidades básicas satisfechas (con
creces), construyen barricadas en las avenidas, se arman y convocan a la
desobediencia civil.
Con las
calles en llamas desde hace ya dos meses, el gobierno de Maduro intentó jugar
con la fractura opositora, tendiendo algunos puentes con los sectores moderados
y aislando a los extremistas. Denunció a López como instigador de un golpe de
Estado (por lo que fue preso), a la vez que llamó a dialogar a los partidos
políticos. Sin embargo, la maniobra fue tardía y no funcionó. La escalada de
violencia y muertes continuó, se multiplicaron las denuncias de represión
policial y la acción de grupos chavistas armados, tanto como de grupos opositores.
Este
artículo, publicado en un portal oficialista, pero con un balance que no deja
muy bien parada a la Guardia Nacional Bolivariana, muestra un saldo creíble de
la violencia de estos meses.
Frente
a esta estrategia de Maduro, la oposición intenta hacer lo mismo con el bloque
chavista. Resulta sintomática la multiplicación de notas y columnas de opinión
de los últimos días centradas en rastrear posibles fisuras en las fuerzas
armadas. La base de la especulación sería la enemistad entre Maduro y Diosdado
Cabello quien, a diferencia del Presidente, proviene de las filas militares y
buscaría, mediante un golpe, quedarse como referente del chavismo.
Puede leerse
en el principal diario opositor en Venezuela,
o bajo la pluma argentina de
Andrés Oppenheimer en La Nación. La operación política es la misma.
Frente
a semejante panorama, la incursión de Unasur en las últimas horas es una señal
luminosa. La primer victoria es que el organismo sudamericano continúa
escapando del encasillamiento ideológico, que lo dejaría inerte para intervenir
con legitimidad: los cancilleres de Colombia, Ecuador y Brasil -países que
representan las tendencias políticas de todo el bloque- quedaron como garantes
del diálogo que se debe producir en las próximas horas. La oposición política,
que rechazaba conversar con Maduro, se sentó finalmente en la mesa. Hasta el
Vaticano de Francisco podría debutar como mediador. Es probable que esos gestos
funcionen como un desaliento a las protestas callejeras, los cortes de calles y
la violencia armada.
A lo
que se agrega el consejo del mismísimo Lula, un aliado histórico de Chávez:
"Maduro debería intentar disminuir (la intensidad) del debate político para
dedicarse enteramente a gobernar." La
advertencia de Lula es simple: el chavismo debe recuperar el control de su
agenda de gestión y para eso necesita, antes que nada, paz