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El monstruo que yo creé

   Si, según se dice, en democracia la política no es un juego de suma cero, esta elección en la ciudad de Buenos Aires parece corroborar esa aseveración: según las caras vistas el domingo a la noche en los respectivos “bunkers” de Mauricio Macri y Daniel Filmus, no habría habido “ni vencedores ni vencidos”. Todos contentos, aunque hubo un ganador claro, rotundo, arrasador, el diputado y presidente de Boca en uso de licencia, que superó el 60 por ciento de los votos, una cifra muy pocas veces conseguida, sobre todo para una fuerza de derecha, o de centroderecha, como gusta decirse ahora, en un distrito que se jacta de ser plural y “progesista”.

   Macri será, a partir de diciembre -si es que se confirma, no más, que no habrá adelantamiento del traspaso- el jefe de Gobierno de los porteños con mayoría garantizada en la Legislatura, y a la oposición le habrá surgido, tal vez, el líder que venía buscando ante la imposibilidad de construir una alternativa válida al poder del presidente Néstor Kirchner.

   Entonces, hubo o no vencedores y vencidos? Claro que los hubo, si es que lo que estuvo en juego el domingo 24 fue el cargo de intendente, o alcalde. En realidad, el ocupante de ese sillón  ya estaba definido hace rato, en la noche misma del domingo 3, cuando era una verdad de Perogrullo que la ventaja de Macri, de 22 puntos (casi 46 por ciento de los votos) era decididamente irremontable para el ministro de Educación, o en verdad, para su jefe político, Kirchner.

   El fantasma de 2003 comenzó entonces a sobrevolar. Sería capaz el gobierno de reconocer lo inevitable y evitarle a los porteños una nueva votación y –lo que es más importante- tener que soportar más campaña electoral? Aquella vez, ante la huida de Carlos Menem, el santacruceño trató de cobarde al riojano y le recordó que faltó a sus obligaciones constitucionales.

   ¿Correría el costo político de hacer lo mismo que le cuestionó a su rival de entonces? Lo podía haber hecho, porque la situación era muy distinta, en lo económico y en lo político.

   Veamos: el país, o lo que quedaba de él,  todavía humeaba tras el incendio de 2001/2002; el tándem Duhalde-Lavagna había logrado llevar la nave a aguas algo más tranquilas, pero la tormenta no se había disipado: el default de la deuda externa, decretado por Rodríguez Saa, no se había resuelto  y  la universalización de los planes sociales moderó la protesta callejera. La situación, en verdad, se había estabilizado, pero aún así, la crisis social  no daba tregua, con cortes de calles y puentes casi todos los días y, sobre todo, los dos muertos en la estación Avellaneda obligaron a anticipar la entrega del poder.

    Ni hablar en lo político: Menem había sido, aunque ajustado, el ganador de la primera vuelta y, al renunciar a la segunda, dejaba al país con el caballo en medio del río y un jinete débil, sentado sobre un magro 22 por ciento de votos. Claro que en un hipotético ballottage, la paliza a Menem hubiera sido histórica y Kirchner se habría así legitimado, aun por el mero beneficio del voto “anti Menem”, pero en todo caso eso entra en el terreno de las hipótesis.

   Esta era una ocasión muy distinta y, además, se trataba no de la nación sino apenas un distrito, aun cuando sea la Capital del país. Nadie hubiera dicho nada si Filmus se bajaba del ring y dejaba que a Macri le levantaran la mano. Todo lo contrario.  Y pese a todo, el Presidente decidió dar pelea sabiéndola perdida de antemano, y se expuso a un seguro noc out. ¿O tal vez el casi 40 por ciento de Filmus  haya significado algo más que una derrota “digna” para el oficialismo?.

    Entonces,  Kirchner no tuvo más remedio que posar para la foto con Macri, a quien  recibió dos días después en la Casa Rosada (nada más y nada menos!) O, cabe nuevamente la pregunta, ¿no sería ese el escenario más deseado para el presidente-pingüino?

    Kirchner es un experimentado político,  y es poco probable que al involucrarse, como lo hizo, en la primera semana de la campaña para el ballottage -nacionalizando una elección que de antemano se sabía perdida- no haya medido las consecuencias que ese acto tendría, no sólo para el humor del electorado sino
para el escenario político que se abriría con el previsible triunfo opositor.

   Y ésta es la cuestión: Kirchner habría dejado crecer a Macri porque, sencillamente, querría a Macri como rival, es decir, como líder opositor.

   Cree que el electorado no dudará a la hora de optar por alguno de “los dos modelos”,  el del pasado, el de los ’90, años de neoliberalismo, que supuestamente
encarna el magnate, y el de crecimiento con inclusión  social, que supuestamente él corporiza.

   Pero, hete aquí que Macri no es el “niño bien”, ingenuo y algo torpe que parecía ser, sino tal vez un hábil político con muchas ambiciones, que sabe llegar a la gente con su lenguaje sencillo y directo, y una estrategia de marketing bien calculada. Así lo hizo en Boca y no le fue mal. ¿Y si pasa el exámen de la administración porteña, podrá pararlo Kirchner?

   El Presidente, preso de su retórica confrontativa, no pasa por su mejor momento. Lo agobia una crisis energética hasta ahora negada en medio de los rigores del invierno, que lo pone a merced del humor popular, además de otros problemas irresueltos como el de la inseguridad y la debacle del transporte público, aunque no toda la culpa sea suya.

   Los casos de la Capital, Tierra del Fuego y, antes, Misiones, son para él una fuerte advertencia. Lo mismo será Santa Fe -en setiembre, un mes y pico antes de las elecciones generales-, donde se descuenta un triunfo opositor.

   No obstante, no parece ser éste el turno de la oposición, todavía dispersa e inmadura para el asalto al poder. Sea el propio Néstor o su esposa, Cristina, todo parece indicar que el kirchnerismo seguirá en estado de gracia al menos por unos años más.

   Pero, más temprano o más tarde, Kirchner no sabe si tendrá que pensarse como el doctor Frankestein y “el monstruo que yo creé”.
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