El buen ejemplo francés

Las elecciones para elegir al nuevo presidente de la Republica Francesa han dado unos resultados que obligan a esperar dos semanas para conocer el nombre del ganador/a en una segunda vuelta. Lo más destacado,  para algunos, es la irrupción con fuerza del candidato centrista, Francois Bayrou, de derechas de toda la vida y ministro en varias ocasiones junto al otro aspirante, Nicolás Sarkozy, el vencedor de esta primera vuelta con el 31% de los apoyos. Para otros, el ascenso de la socialista Ségolène Royal o quizá el descenso del ultra derechista Jean-Marie Le Pen, que se ha llevado poco más del 10% de los votos. Seguro que son valoraciones de parte de los interesados, que se han visto soprendidos por la decisión de los votantes franceses de acudir en masa a los colegios electorales.

Ni los más viejos del lugar recuerdan tanto interés ciudadano por ejercer su derecho al voto. Habría que remontarse a los comicios de 1965, y a la etapa de Charles de Gaulle. Esta participación superior al 84% del electorado es un buen ejemplo del pueblo francés, que ha preferido no dejar en manos ajenas la solución de sus problemas. Atrás quedó el susto de los comicios de 2002, en los que los socialistas tuvieron tan poco apoyo que la segunda vuelta la protagonizaron Jacques Chirac y Le Pen, quien con sus proclamas intolerantes y intolerables ha sido incapaz de representar un mínimo de decencia política.

Este buen ejemplo de los electores galos podría ser tenido en cuenta por la clase política española, tan acostumbrada a restar importancia al ascenso de los abstencionistas y de los que votan en blanco porque el género que se encuentran en el mercado de las ofertas políticas está caduco y huele mal. Hay variados ejemplos de escasa participación de los ciudadanos españoles en, por ejemplo, el referéndum de la Constitución Europea y en algunos que otros comicios como aquellos en los que catalanes y andaluces dieron  su visto bueno a sus nuevos estatutos de autonomía con más pasotas que interesados.

En su día, responsables de todas las formaciones españolas justificaron con frases sin sentido y, a veces,  con gilipolleces el descenso de la participación. Recuerdo a dirigentes de la derecha sacando pecho ante niveles altos de abstención o de voto en blanco con frases como “esto no es Bulgaria y acuden los que lo desean”, o líderes del PSOE e IU diciendo que lo importante es lo que deciden los que acuden a su mesa electoral  y justificando las huidas masivas con palabras huecas y preparadas sobre la habitualidad de los porcentajes exiguos de asistencia a comicios. Cuando eran interrogados sobre la legitimidad de una elección con más ausentes que participantes, siempre decían lo mismo. Echaban la culpa al empedrado, al padre de Domingo Ortega o al sobrino de Manolo Escobar de la abstención y nunca se miraban al espejo para comprobar que eran ellos los que,  con su manera de hacer política sin contar con los vecinos hasta las precampañas electorales, ahuyentan a la gente, que cuando se juega algo, distinto a lo de los candidatos de los partidos, va a misa.

Ahora que tenemos las elecciones del 27 de mayo,  todos se acuerdan de los votantes para animarles, dependiendo de sus intereses particulares o políticos, a que acudan en masa a la cita electoral. El socialista Rafael Smancas reclama una altísima participación para ganar la Presidencia de la Comunidad de Madrid, y la presidenta regional, Esperanza Aguirre, no pide nada porque todavía no ha hecho público el nivel de participación que más le interesa. La candidata de IU, Inés Sabanés, más humilde en sus demandas, se limitó, nada más conocer los resultados de las elecciones galas, a  destacar que lo más importante es que haya votado más del 85% de los electores, con independencia de los resultados de cada participante. El buen ejemplo francés se podría extender a España y entonces comprobaríamos cómo se rompen todos los  cálculos de los que hoy forman parte de esta clase política tan acostumbrada a tener controlado todo lo que les favorece.