El Congreso de los Diputados ha alcanzado un mínimo acuerdo sobre la llamada ley de la memoria histórica, sustentada en una declaración de ilegitimidad de los juicios ideológicos o políticos tramitados por los tribunales franquistas durante los tres años de guerra civil y los casi cuarenta de dictadura. PSOE, IU y los catalanistas de ICV tienen comprometido su apoyo, mientras que CiU, PNV, BNG y Coalición Canaria meditan el suyo. El PP está manifiestamente en contra, a pesar de que el acuerdo labrado durante tres años elude la declaración de nulidad de los mencionados procesos franquistas.
Lo primero que suele plantearse sobre esta ley es su oportunidad, que para un sector importante de la vida política española rompe el espíritu de la transición. No es fácil determinar cuándo debe hacerse una ley así, pero también se supone que en algún momento debería poder hacerse. Otra cosa es que se haga sin el PP, ya que deja fuera del consenso a un partido con opciones de gobernar y que, por tanto, representa a muchos millones de españoles.
La ley puede tener buena intención, como casi todo lo que idea Zapatero, pero a la hora de la verdad complica muchas cosas y se queda incluso a medio camino, hasta el punto de que ciertos letrados temen que provoque inseguridad jurídica, mientras se abre la puerta a revisiones de causas de un pasado negro de la historia de España. Es un tema delicado, ante el que la falta de consenso con el PP añade más pesimismo. ¿Ha pasado realmente poco tiempo para que se haga esta ley y se haga bien? ¿Por qué el PP de Rajoy todavía teme a estas alturas que una ley dignifique al menos la memoria de las víctimas de una dictadura y, no lo olvidemos, la de aquellos otros que sufrieron la violencia republicana? Algún día, el PP debería estar en este consenso, sin que nadie vuelva la mirada atrás para asociar de alguna manera la España de ahora con la del 36. Es una ley de memoria histórica. Nada más, y nada menos.
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